La presencia de locos en el curso de la historia es imparable, como una consecuencia de la existencia de seres humanos. En los años de posguerra el número de perturbados se justificaba por tres años de guerra, de violencia y de muerte. Voy a referirme a dos casos, uno de ellos, el de la loca de Torrijos, del que fui testigo presencial en varias ocasiones, y que era real como la vida misma. El otro, el del loco de las lágrimas , es una leyenda urbana de la que me he aprovechado para adornarlo con mi imaginación.
La loca de Torrijos era una señora que ocupaba un piso en la Calle de Torrijos, después de la guerra cambió su titulación por la de Conde de Peñalver, en la manzana de los pares entre las calles de Ayala y Hermosilla. La pobre señora había perdido la razón desde que al principio de la guerra unos milicianos se lo llevaron para fusilarle. En estos primeros meses de la guerra era relativamente frecuente la terrible acción de las checas y de los paseos. Tampoco faltaron estos paseos en el bando nacional, porque la guerra civil suele ser la peor de todas las guerras.
La loca de Torrijos se asomaba al balcón todas las mañanas, hacia el mediodía, y lo primero que hacía era mirar hacia su derecha, que era el camino por el que se llevaron a su hijo. Y después se pasaba un rato largo describiendo la detención y posterior fusilamiento de su hijo. La pobre falleció al poco tiempo, y se habrá reunido, en familia, en el cielo
En cuanto al loco de las lágrimas, su leyenda surgió, en mi barrio, cuando un señor enlutado paseaba por la calle, y se detenía a recoger, en el suelo, algo invisible. Sobre esta base construí un relato en el que este señor era un coleccionista de lágrimas que sólo él tenía la facultad de encontrar, hasta el punto de que el canto de su mano derecha estaba lleno de llagas, producto de su contacto con el asfalto.
Y soñé que me encontraba a este personaje en la calle, y que me decía lo siguiente: “No creas, niño, que estoy loco. Tengo el honor de ser el único mortal que colecciona lágrimas, porque Dios ha querido darme la facultad de ver en el suelo lágrimas que los demás mortales no saben encontrar. En vez de buscar setas en el campo, yo paseo por el asfalto para conseguir lágrimas de muy distinta procedencia. Y tengo una colección única de lágrimas distintas: la mayor parte de dolor y de tristeza, pero también lágrimas de ira, de desesperación, de incomprensión y, las más preciadas, de amor, porque también se llora de amor. Por desgracia, esta colección única no podré legarla a mis descendientes, porque para ellos, y los demás mortales, las lágrimas son invisibles. Hace mucho que no he vuelto a ver al loco de las lágrimas, y como han pasado tantos años, supongo que se habrá ido con sus lágrimas al otro mundo. Allí podrá exponerlas a quienes, por un soplo divino, pueden admirar a los que han dejado brotar de sus ojos, las lágrimas que se han ido depositando en el suelo.