Sobre dogmas y consignas

De libros y vacaciones

Confieso, con un cierto arrojo, que La Eneida es uno de mis libros compañeros. Hago esta bizarra afirmación porque en estos tiempos si no dices eso de un best seller o una novela que se ha llevado al cine, quien te oye te calibra con ojos condescendientes porque no estás al día. Y eso por lo visto, no tiene perdón. Qué le vamos a hacer, me da absolutamente lo mismo.

Adoro su prosa limpia que camina por los siglos sin perder frescura. Su ritmo trepidante. El planteamiento a veces psicológico de la multitud de personajes que abarca. El frenético fragor de las batallas. Los peligrosos viajes. La contagiosa placidez de los momentos felices. El amor de entrega total. El odio en estado puro y sin fisuras. La serena valentía ante el deber. Sus perfectas descripciones. El afloramiento de lo perverso o lo delicadamente espiritual en sus protagonistas.

Esta larga entrada viene –aunque no lo parezca- relacionada con las vacaciones. Hay muchas razones para elegir destino para esos días de libertad de lo cotidiano. Desde el dolce farniente de las playas caribeñas hasta el azacaneado ascender y descender de los montañeros, pasando por los deportes de riesgo. Luego estamos los normalitos que formamos el grupo del común de los mortales. Esos que picamos de aquí y de allí según se nos va ocurriendo. En mi caso, y perdonen el afán de protagonismo, quienes con frecuencia deciden mi destino son esos libros que me han acompañado a lo largo de los años. En esta ocasión fue La Eneida. Hacía tiempo que deseaba ir a Túnez para pisar, para sentir Cartago. Siempre me impresionó la descripción que Virgilio hace del momento en que Eneas parte –huye- de la ciudad con sus naves.

Las ruinas conservan el recuerdo de lo que fue la magnífica ciudad y desde su altura reviví lo leído tantas veces. Pude sentir lo perfecto de la descripción. La dicotomía de la belleza y la esperanza de tantas velas blancas allí abajo, volando sobre el mediterráneo añil y plácido. Mientras, arriba, resuena la desgarrada desesperación de la reina Dido, traicionada por Eros, que prefiere morir entre las ruinas de su ciudad a vivir sin el amado. Y contra el cielo plácido y encendido, la ciudad en aquel alto envuelta en llamas como un inmenso faro trágico y mortal.  Eso fue lo que me llevó a Túnez. El mismo impulso que me llevó a China para revivir la vida de la última emperatriz, astuta e inteligente, en la Ciudad Prohibida y el Palacio de Verano. Aquella superviviente que fue capaz de llegar a la cima desde una posición casi de esclava y estar rodeada de un ambiente tan peligroso y hostil.  

A Turquía para sumergirme en Estambul y el esplendoroso Éfeso. Para comprobar lo leído y poder admirar el buen hacer de Ataturk y sentirme en otro planeta en La Capadocia bajo su cielo y bajo su suelo.

A Roma para sentir desde dentro lo encontrado en tantas obras sobre la gloria clásica de la apoteosis del imperio y las glorias, desgracias y amores vividos por César o Adriano. Sí, acepto humildemente el veredicto, soy rarita y poco original, pero no saben ustedes lo bien que me lo paso no yendo de crucero o a una isla muy, muy paradisíaca - y nada virgen por cierto- en la que durante quince días arena, sol, agua y mojitos, tendrían que ser mi mayor felicidad.

Y antes de que se me olvide, feliz regreso a lo reconfortante de lo cotidiano.

Más en Opinión