La defensa de la naturaleza y de los animales es un tema que me interesa y preocupa desde hace décadas. A simple vista al gobierno actual le preocupa el bienestar animal, pero como muchas veces ocurre cuando se toman posiciones radicales en contra del consejo de los técnicos y entendidos, los resultados son opuestos a los objetivos.
Como en muchas otras grandes cuestiones, parece que el gobierno solo tiene un interés electoral en este asunto. Ha optado, como casi siempre, por una postura radical acientífica para ganarse los votos de los animalistas y ecologistas extremistas. Al gobierno le interesan las nuevas banderas, como el ecologismo, el feminismo, u otras, con el fin de conquistar grandes bolsas de votos, pero desde luego muestra poca propensión hacia el análisis objetivo y la resolución efectiva de estos problemas. Por eso no cuenta con la opinión de técnicos y científicos, de grupos moderados, y solo atiende a colectivos radicales cuyo enfoque suele ser totalitario.
Hay muchos ejemplos del daño que están sufriendo los animales y la naturaleza por culpa de estas leyes absurdas de corte radical. Es el caso de los gatos callejeros. Con la ley de bienestar animal actual hay que cuidar y alimentar a las colonias de gatos asilvestrados. En teoría los iban a esterilizar, pero no lo están haciendo por distintos motivos, y claro está, las consecuencias no les importan. El resultado es una plaga de gatos que lleva a la desaparición de las pequeñas aves, lagartos, lagartijas, lirones, y otros muchos pequeños animales. Este felino de compañía, aunque esté alimentado, es un tremendo depredador y por eso caza y arrasa con la población autóctona de animales, arruinando la biodiversidad.
Si de verdad queremos defender la naturaleza y a los animales, es imperativo erradicar a los gatos asilvestrados, así como a la mayoría de las especies invasoras, como el siluro, las cotorras argentinas, o el cangrejo de río americano, entre otras.
Casi todo animal que no sea autóctono no debería estar presente en nuestros campos, montes, bosques y ríos, cuando sea posible mediante la captura, y cuando no, eliminándolos. No puede ser que desaparezcan los jilgueros y los gorriones, entre otras muchas especies, de los entornos urbanos y semiurbanos porque unos insensatos hayan decidido proteger a una especie intrusa, sea la que sea. Esto es lo que sucede cuando se gobierna sin informarse, sin dejarse asesorar por expertos, a golpe de encuestas electorales y de falsos eslóganes.
En Canarias, y no solo en estas bellas islas, están a punto de desaparecer especies autóctonas en peligro por culpa de la presión que ejercen los gatos asilvestrados. Es el caso de ciertas especies de lagartos. Qué triste es vivir, como es mi caso, en una zona urbana cerca de una gran ciudad en la que ya no hay apenas aves menudas. Eso sí, los gatos de marras campan a sus anchas como si fueran pequeños Atilas. Estos depredadores deberían ser capturados y dados en adopción pues su lugar no es la naturaleza ni las calles de la ciudades y pueblos.
Lo mismo sucede con los siluros, peces que pesan decenas de kilos cuando tienen años y que engullen todo lo que pillan a su paso devastando la población autóctona de los ríos y pantanos. Otro tanto se puede decir de las cotorras argentinas o del pigargo, una tremenda rapaz que nunca debería haber sido introducida. Hay muchos más casos, casi todos ellos dañan la naturaleza y disminuyen la biodiversidad. Hay que proteger a la fauna autóctona, la que no lo es, debe ser erradicada. No hacerlo es lo contrario de proteger a la naturaleza. Suena duro pero no hay más remedio pues es mejor que desaparezca el intruso dañino que la fauna autóctona.
Otro grave error es prohibir la caza en los parques naturales. Es un error de bulto que solo puede apadrinar un ignorante en la materia. No hay suficientes lobos para mantener bajo control a la creciente población de ungulados y herbívoros, hasta el punto en que hay zonas del país donde jabalíes, ciervos, entre otras especies, son una plaga. Esto ocurre en los parques naturales, que están siendo destrozados, pero también fuera de ellos. La prohibición de la caza tiene como consecuencia el crecimiento exponencial de estas poblaciones, lo cual daña notablemente tanto la flora como los cultivos cercanos.
Es tal la cantidad que hasta se aventuran en las ciudades, pueblos y playas causando accidentes, daños y problemas de todo tipo. El exceso produce falta de alimentos y esto lleva al raquitismo, a las enfermedades como la sarna, entre otras. Por eso salen a buscar su comida en los cultivos, causando graves perjuicios económicos a los agricultores.
Con esta situación no gana nadie, todos pierden, empezando por las propias especies que pretenden proteger al prohibir la caza. Insisto en esto porque es clave, al faltar el depredador superior, la caza es fundamental para mantener el equilibrio de los ecosistemas, tanto de la fauna como de la flora.
Para terminar, tocaré brevemente el asunto de los incendios. Nuestros gobiernos no hacen apenas nada al respecto. No se trata solo de que los medios legales, humanos, técnicos y mecánicos siguen siendo insuficientes. Para más inri, las leyes no favorecen el desbrozar, limpiar y podar los montes y bosques, de manera que cuando llega el estío, los incendios son monumentales. Muchos de ellos son imposibles de apagar por culpa de todo el combustible que hay en las masas boscosas.
Así es como perdemos cientos de miles de hectáreas todos los años. En esos incendios mueren decenas de miles de grandes animales, cientos de miles de aves y otros pequeños animales, ganado, y a veces personas. Las pérdidas son enormes y de nuevo, leyes y normas pensadas para proteger a la naturaleza resultan ser sus peores enemigos.
El ecologismo de este gobierno es pura propaganda. Se dejan asesorar por radicales en vez de escuchar a los técnicos, biólogos, y a la gente del campo, y estos son los resultados. Al igual que la ley del Sí es Sí, instrumento favorecedor de criminales sexuales de todo pelaje, o la ley para el control de los alquileres, instrumento que ha empeorado la accesibilidad a la vivienda, las leyes que teóricamente deben proteger a la naturaleza parecen diseñadas para destruirla.
Desconfíen, no se dejen engañar por el aparente buenismo de los ecologistas y de los partidos extremistas que defienden y aplican sus propuestas, pues están consiguiendo lo contrario de lo que se pretende. Si echan de menos a las pequeñas aves de nuestros parques, pueblos y montes, si se estremecen al ver como se queman decenas de miles de ha todos los años, no se dejen engañar por las apariencias, mediten bien su voto.