Hay nombres que deberían arrastrar el peso de cada vida que se llevaron por delante. José Javier Arizkuren Ruiz, alias “Kantauri”, no fue un terrorista más. Fue cerebro, estratega, y uno de los rostros más fríos del aparato militar de ETA. Nació en Pamplona en 1958, y a los 23 años ya se había unido a la banda armada.
No se conformó con ser uno más: entre 1993 y 1999 dirigió desde Francia la maquinaria de muerte que firmó algunos de los atentados más oscuros de nuestra historia reciente. No apretaba el gatillo, pero decidía quién debía morir. Lo hacía con frialdad quirúrgica, como si de operaciones contables se tratara.
Bajo su mando se ejecutaron asesinatos de políticos, jueces, policías, militares, civiles... Desde Gregorio Ordóñez hasta el matrimonio Jiménez-Becerril, pasando por Fernando Múgica o José Luis Caso. También fue uno de los responsables de coordinar el secuestro más largo que sufrió España: el de Ortega Lara. Fue detenido en París en 1999. Extraditado en 2001, suma más de una veintena de sentencias por terrorismo.
Y sin embargo, a pesar de esa trayectoria criminal, hoy puede salir a la calle cada día. Un beneficio penitenciario que escuece. Y con razón.
La arquitectura del terror
Durante los años en que ETA estuvo más activa y sanguinaria, Kantauri fue el responsable máximo de la estrategia violenta. Coordinaba comandos desde el extranjero, elegía objetivos, planificaba atentados. Fue él quien dio la orden del asesinato de Gregorio Ordóñez mientras comía en un restaurante, quien autorizó la muerte de Fernando Múgica, y quien apadrinó atentados con coches bomba en pleno centro de Madrid.
También se le atribuyen el asesinato del matrimonio Jiménez-Becerril, intentos de atentado contra el Rey Juan Carlos I, y una campaña sostenida de amenazas y vigilancia contra concejales, jueces y ciudadanos. ETA, bajo su batuta, no solo mataba: aterrorizaba a una sociedad entera.
Su estructura funcionaba como una maquinaria militar: con pisos francos, manuales de atentado, jerarquías claras. Una organización pensada para matar y huir. Para golpear y esconderse. Para controlar desde las sombras.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco
La tarde del 10 de julio de 1997, ETA secuestró en Ermua a Miguel Ángel Blanco Garrido, un joven concejal del Partido Popular de solo 29 años. Era un viernes, el calor del verano apretaba, y el país entero no lo sabía aún, pero acababa de comenzar una cuenta atrás de 48 horas que marcaría un antes y un después en la historia reciente de España.
El comando que ejecutó la acción —Txapote, Amaia y una tercera integrante— lo retuvo en un zulo en las cercanías de Lasarte. Durante esas horas, le ataron las manos a la espalda, lo mantuvieron de rodillas, con una capucha, sin agua, sin posibilidad de moverse. Miguel Ángel sabía que le quedaba poco. En paralelo, ETA lanzó un chantaje atroz: exigió al Gobierno de España que trasladara a todos los presos de la banda al País Vasco en un plazo de dos días. Si no lo hacían, lo matarían.
El país entero se echó a la calle. Las manifestaciones espontáneas sacudieron todas las ciudades, los medios interrumpieron su programación habitual, y hasta militantes de la izquierda abertzale pidieron su liberación. Por primera vez, el dolor no tenía bandos. España entera miraba al reloj, rogando un milagro.
Pero el milagro no llegó.
El 12 de julio, pasadas las 16:00 horas, Miguel Ángel fue llevado a un descampado en Lasarte. Le ordenaron ponerse de rodillas. Txapote le disparó dos veces en la cabeza. Lo dejaron allí, abandonado. Un joven, aún con vida, agonizando bajo el sol.
Fue encontrado con vida, pero en estado terminal. Murió al día siguiente, el 13 de julio, en el hospital de San Sebastián. Su muerte provocó la mayor reacción ciudadana contra ETA en toda su historia. Cientos de miles de personas salieron a las calles entre lágrimas y rabia. El grito de “¡Basta ya!” se convirtió en un clamor nacional.
Y detrás de ese crimen atroz, estaba él: Kantauri.
Era el jefe del aparato militar de ETA. Fue quien autorizó la operación, quien dio la luz verde para el secuestro y fijó las condiciones inasumibles que sellaban su destino. Su rol no fue marginal ni secundario: fue el dirigente que convirtió a Miguel Ángel Blanco en un símbolo sangriento. La decisión no fue impulsiva, fue meditada, diseñada, aprobada por la cúpula que él lideraba. Él pudo detenerlo. No quiso.
Durante años, Kantauri estuvo protegido por la falta de cooperación jurídica de Francia. No fue hasta 2023 que se desbloqueó la posibilidad de juzgarlo específicamente por el crimen de Blanco. A día de hoy, es el único dirigente de ETA que aún está encausado formalmente por ese asesinato. Un crimen que no prescribe, ni en los juzgados ni en la conciencia colectiva.
Miguel Ángel no era más que un joven comprometido con su pueblo. No tenía escolta, no vivía con miedo, no imaginaba que su vida iba a ser moneda de cambio en una negociación imposible. Lo eligieron precisamente por eso: porque era fácil, porque era visible, porque su muerte dolería. Y dolió. Como pocas cosas han dolido en este país.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un punto de inflexión. Muchos que hasta entonces callaban, hablaron. Muchos que justificaban, se apartaron. Y muchos que tenían miedo, perdieron el miedo. Kantauri, en cambio, no mostró nunca remordimiento. Ni en su arresto, ni en sus declaraciones judiciales, ni durante su reclusión.
Hoy, ver a Kantauri entrar y salir de prisión por razones médicas mientras las familias siguen visitando cementerios, no es justicia: es impunidad envuelta en papeleo. Y es memoria que se resquebraja, si no se cuenta. Por eso este capítulo, por eso estas líneas.
Porque Miguel Ángel Blanco no fue una víctima más: fue la conciencia de todo un país hecha pedazos en 48 horas.
Que nadie mire hacia otro lado
¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos cuando la ley permite que quien sembró la muerte camine entre nosotros con una bolsa de medicinas bajo el brazo? ¿Qué le decimos a los padres que perdieron a su hijo por una bala firmada desde Francia, cuando ven al responsable salir cada mañana por la puerta de la prisión?
Kantauri, condenado por ser el cerebro del aparato militar de ETA, sale a diario de la cárcel. No porque haya cambiado. No porque se haya arrepentido. Sale porque está enfermo. Porque un papel, un informe médico y una firma burocrática lo dicen. Y eso basta. Da igual cuántas vidas destrozó, cuántas familias quedaron rotas, cuántos nombres quedaron grabados en lápidas frías. Aquí, la enfermedad borra la culpa.
¿Dónde está la justicia cuando la ley se convierte en excusa? ¿Dónde está el Estado que prometió memoria y reparación, si permite que el verdugo respire libertad, aunque sea unas horas? No hay perdón. No hay redención. Solo hay salida diaria.
Y duele. Duele porque no es solo una cuestión legal. Es una cuestión moral. Porque mientras él trata su esclerosis, hay madres que no pueden tratar su vacío. Hay hermanos que no tienen a quién abrazar. Hay una sociedad entera que ha aprendido a vivir con cicatrices, y ahora tiene que ver cómo el autor de esas heridas se pasea bajo la bandera del derecho humanitario.
Esto no es justicia. Es una herida abierta. Es memoria insultada. Es un sistema que, en su intento por ser garantista, ha olvidado ser justo.
Quien no sienta rabia, no ha entendido nada.