En un mundo marcado por el extremismo, la lógica ha dejado de ser argumento. Las ideologías se transforman, las alianzas se vuelven absurdas, y el diálogo se estanca en trincheras emocionales.
Vivimos una época en que intentar convencer al otro parece un acto inútil. La lógica, que en otro tiempo fue herramienta de diálogo y transformación, hoy choca contra muros ideológicos casi impenetrables. En su lugar, crecen el fanatismo, las reacciones viscerales y las contradicciones. La insistencia por cambiar una postura ajena termina por desgastarnos a nosotros mismos, hundiéndonos en frustración y tristeza.
Esta es una reflexión que nació de una conversación con mi hija, pero que se ancla en procesos históricos tan antiguos como la política moderna. Lo que vivimos hoy —en Oriente Medio, en Europa, en América Latina— no es nuevo: es parte de una dialéctica perversa que, cuando no se reconoce, se repite.
La crisis de las ideologías
El siglo XXI ha visto el debilitamiento de los grandes relatos ideológicos. Las categorías tradicionales de izquierda y derecha ya no explican la complejidad de los conflictos actuales. A menudo, quienes se identificaban con posturas progresistas o humanistas han adoptado discursos autoritarios, y viceversa. Las identidades políticas se han vuelto volátiles, vulnerables a la manipulación emocional y la desinformación.
En Israel, he visto cómo personas que durante años defendieron la necesidad de reconocer al pueblo palestino como interlocutor legítimo, hoy justifican plenamente la ocupación, como reacción a la brutal masacre del 7 de octubre perpetrada por Hamas. En sentido contrario, muchas voces que antes eran firmes defensoras del antifascismo y los derechos humanos, ahora caen en un discurso antisemita, generalizador, que ataca no solo a Israel como Estado, sino a los judíos en cualquier lugar del mundo.
Se trata de reacciones viscerales, pero también políticas, religiosas o identitarias. Muchas veces, el nuevo posicionamiento no surge de una reflexión profunda, sino de una emocionalidad que busca certezas absolutas en un mundo complejo.
El fanatismo como refugio
Hay quienes ven en el fanatismo una forma de certeza. Lo hacen en nombre de Dios, del pueblo, de la justicia. Y así justifican alianzas impensables. Hoy podemos ver a sectores progresistas —al menos en su autodefinición— alinearse con grupos totalitarios como Hamas o ISIS, cuyos valores son opuestos a la democracia, al feminismo, a los derechos humanos, a la libertad individual.
Estas alianzas no son racionales. Son tácticas. Son fruto de una necesidad de tomar partido ante un mundo polarizado, aunque eso implique traicionar los propios principios. El enemigo de mi enemigo se vuelve mi aliado, sin importar sus crímenes, su ideología, o su desprecio por la vida humana.
El espejo de la historia
En nuestra charla, mi hija me recordó que a veces solo la catástrofe permite abrir los ojos. Le respondí con un ejemplo histórico: el Pacto Ribbentrop-Mólotov. En 1939, la Alemania nazi y la Unión Soviética —enemigos ideológicos irreconciliables— firmaron un acuerdo de no agresión que incluía el reparto de Europa oriental. Ese pacto permitió la invasión de Polonia y desconcertó al mundo comunista, que no entendía cómo sus líderes pactaban con el régimen más anticomunista de la historia.
Menos de dos años después, Hitler traicionó a Stalin y lanzó la Operación Barbarroja, iniciando la invasión de la URSS. El tablero ideológico cambió bruscamente: la Unión Soviética pasó de aliada táctica del nazismo a aliada de las democracias occidentales en la lucha contra el fascismo.
Ese momento histórico muestra hasta qué punto las alianzas ideológicas pueden ser cínicas, frágiles y oportunistas. También muestra cómo, ante la traición o la tragedia, las máscaras caen y las posiciones se reconfiguran.
El peso del desencanto
Cuando no logramos que los otros entiendan lo que vemos como obvio —la contradicción entre sus actos actuales y sus principios anteriores—, sentimos frustración. Yo mismo he sentido una especie de depresión ante este muro de incomprensión. ¿Cómo es posible que defensores de la paz justifiquen hoy la violencia? ¿Cómo es posible que luchadores contra el racismo abracen hoy discursos antisemitas?
Mi hija me ayudó a entender que este dolor no debe convertirse en silencio. Aunque no logremos convencer a todos, debemos seguir pensando, hablando, escribiendo. Porque si algo enseña la historia, es que las ideas no mueren: resisten, se transforman, y a veces, florecen cuando menos se espera.
Conclusión: resistir sin ilusiones, pero con lucidez
La lógica no basta para cambiar el mundo. Tampoco el grito ni la indignación. Pero la memoria, el pensamiento crítico y la palabra clara pueden sembrar algo en medio del caos.
No podemos convencer a todos. Ni siquiera a muchos. Pero sí podemos dejar constancia. Y quizás eso, en el futuro, ayude a otros a ver con claridad lo que hoy se esconde tras el ruido de la ideología y la emoción.
Como dijo mi hija, quizás solo cuando todo empeore, algunos logren despertar. Pero nosotros, los tercos, los lúcidos, los que aún creemos en la humanidad, no podemos esperar a que llegue el desastre. Nuestra tarea es resistir, no con odio, sino con pensamiento.