Mucho antes de que desembarcara en la Península Ibérica el KFC del coronel Sanders con su receta secreta del pollo frito, había un circo en el que se podía presenciar la muerte real de unos gallos. Se tendía una cuerda entre las lanzas de dos carros inclinados, bien recogidos sus tentemozos, y se colgaban de ella, por las patas, los animales vivos. A continuación, con el público alrededor, amontonado en dos gradas levantadas al efecto, paralelas a los carros, se colocaban los jinetes en disposición perpendicular. Estos, a una orden de silbato del payaso mayor, salían a galope tendido en dirección a la cuerda con la intención de, al pasar por debajo, arrancarles de un tirón de la mano la cabeza a estos desgraciados condenados a muerte por capricho. Cada vez que agarraban una la mostraban en alto para, a continuación, arrojarla a los asistentes, quienes, entre vítores, iban recogiendo los trofeos para finalmente agruparlos y hacer el recuento total de la siniestra cosecha. Si fallaban, era preciso repetir la dolorosa operación, y así en uno y otro sentido hasta que todos eran descabezados.
Entonces ocurrió que las autoridades tuvieron conocimiento del éxito de estas escandalosas y felices funciones. Y a pesar de lo culturales por lo costumbristas, de lo sagradas por lo sacrificiales, y de lo gastronómicas (los gallos se degustaban luego en una alegre francachela comunitaria), decidieron prohibirlas. Para que la cancelación no sonara a definitiva, cambiaron el nombre de “corridas de gallos" por el de “corridas de cintas”, sugiriendo la sustitución de las aleteantes aves de corral por tiras de plástico de colores. Pero no era lo mismo, y el circo tuvo que colgar el cartel de CERRADO.
Se alegaron varias razones para retirar los gallos, entre otras la insalubridad desde el punto de vista sanitario, el espectáculo salvaje y poco instructivo, especialmente ante los más pequeños, y el error de llamar cultura a tal actividad. Además, ya estaban formándose en el horizonte los primeros nubarrones animal- ecologistas que pronto iban a descargar con fuerza el puño del sueño de su razón sobre los hábitos sociales.
Así que la gente se conformó y se olvidó del asunto. Pero los antiguos empresarios arruinados, después de un tiempo, tuvieron la oportunidad de alquilar las viejas y queridas pistas a ciertos colectivos de reciente implantación que, cada poco, necesitaban degollar muflones. No obstante el superior tamaño de estos, cuya cruel muerte roja a la vista de todos causaría un impacto aún mayor, por lo ampliada, las autoridades concedieron el permiso, que tramitaron por vía de urgencia, pues en su opinión, que había cambiado de repente, todo era muy cultural y sagrado y edificante al máximo para los niños, careciendo de importancia el que la pista se convirtiera en un matadero ilegal. El triunfo de esta nueva modalidad fue completo, como algunos se habían atrevido a pronosticar.
¡Ah, el Circo, qué gran espectáculo! Dicen que el mayor del mundo.