Hay quien dice que la oratoria es un arte. Tiene razón. Convertir los pensamientos en palabras tiene mucho de arte. Leer a los grandes oradores de la antigüedad, griegos, romanos, es un deleite para la mente y el espíritu. En España hemos tenido grandes oradores. Entre los políticos del siglo XIX, destacaron muchos por la profundidad de sus discursos. En mi larga vida como periodista parlamentario, visitaba con frecuencia la biblioteca. Al jefe de los bibliotecarios de entonces, apellidado Salaner, al que rodeaba un halo de prestigio, le traté poco. Pero en la biblioteca encontraba siempre a mi amigo Prudencio, siempre dispuesto a proporcionarme discursos de otras épocas, que me hacían pasar muchos ratos agradables. Él era un personaje, pese a su modestia. Hay una anécdota que es poco conocida, pero demuestra la bondad de sus actos. Cuando comenzó la guerra civil, Prudencio, entonces un joven funcionario, se alojaba en una buhardilla del Palacio de las Cortes. En los primeros días de la guerra, Prudencio recibió la visita de un diputado de derechas, el doctor Albiñana. Sus partidarios se conocían por “los legionarios de Albiñana”. Albiñana dijo a Prudencio: “No me atrevo a volver a mi domicilio. Me buscan para matarme. No podría acogerme en su casa, donde nadie pensará que puedo esconderme, mientras busco la forma de escapar. Prudencio le escondió en su buhardilla, y durante unos días todo fue bien, hasta que los milicianos empezaron a entrar en la sede parlamentaria, y Prudencio se lo comunicó al doctor Albiñana. “Corro el peligro de que los milicianos lleguen hasta mi piso. Si le encuentran, usted y yo lo vamos a pasar mal”. Albiñana le tranquilizó: "No se preocupe, Prudencio, le agradezco lo que ha hecho por mí”. Y salió a la calle. A las pocas horas, fue reconocido, detenido y fusilado.
Tengo la satisfacción de haber conseguido la Medalla del Trabajo para Prudencio, tras pedirla en un artículo. Se la impuso el entonces Presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, en el Salón de Pasos Perdidos del Palacio de la Carrera de San Jerónimo. El propio Alejandro era un buen orador, que preparaba los discursos, aprovechando su buena memoria, como todos sus compañeros en el Cuerpo de Abogados del Estado. Pero para pasar de un bueno a un gran orador hace falta más. Hay que tener la facultad de repentizar en el “cuerpo a cuerpo” de los debates parlamentarios. Se dice que los grandes discursos que han pasado a la historia fueron preparados a fondo. El mismo Castelar, considerado uno de los grandes oradores de su tiempo, parece que trabajó horas en la preparación de sus discurso, y se dice que su famosa intervención que comenzaba “Grande es Dios en el Sinaí” ensayó sus gestos frente a un espejo.
Es posible que, dada mi avanzada edad, piense que, en esto de la oratoria, cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero mantengo que había, en las Cortes Orgánicas, o franquistas, o como quieran llamarlas, oradores mejor preparados que los actuales. De los que yo he podido escuchar, Fernando Suárez era el más destacado. Claro y brillante en sus intervenciones, le acompañaba su buena figura y su buen porte. Y sabía responder con claridad y eficacia. Recuerdo que en un debate de los Presupuestos, que acabó a las tantas de la madrugada, se enfrentó en un debate dialéctico con Vicente Mortes, que había presentado una enmienda sobre las ayudas a la empresas de la enseñanza privada, que interesaba entres otros grupos al Opus Dei. Y comenzó su discurso diciendo: “Voy a tratar de oponerme al señor Mortes (que era miembro de la Obra), sin perder la calma, porque como dijo Monseñor Escrivá en su libro “Camino” cuando se habla sin ira, gana fuerza el raciocinio”
Los debates en la Ley para la Reforma Política entre Fernando Suárez como ponente y Cruz Martínez Esteruelas como en enmendante fueron deliciosos. Ahora la casi totalidad de las intervenciones en las Cortes, son leídas, y no muy bien leídas. Saber repentizar suele ser demasiado para los actuales “Padres de la Patria” . Y lo que es peor, se grita mucho, y se insulta frecuente y gratuitamente. ¡Qué le vamos a hacer!.