Además de como rey austero y aquejado de gota que transportaban de Madrid al Escorial y viceversa en silla de manos, Felipe II se hizo famoso por una frase que casi todo el mundo conoce y esgrime, de vez en cuando, con satisfacción: “Yo no mandé mis barcos a luchar contra los elementos”. Y tenía razón, pues la Gran Armada, que esa era su denominación oficial y no la de Invencible, como luego el enemigo prefirió llamarla para demostrar que sí la había vencido, fue desorganizada en el Canal de la Mancha por una gran tempestad. Esta permitió que los pesados galeones, dispersos por la galerna, fueran luego acosados de uno en uno por los más ligeros navíos ingleses, que los persiguieron como perros de presa. De esta manera impidieron su desembarco en Inglaterra, haciendo naufragar a buena parte de las naves en las costas de Escocia e Irlanda y forzando al resto a regresar a España.
Años antes, este mismo rey había pronunciado otra frase, menos rimbombante pero muy útil también para cualquiera capaz de desenfundarla en el momento oportuno. Y es que, en vísperas de la trascendental batalla de San Quintín, en 1557, llegó a su poder un pliego que le enviaba desde París el mismísimo Nostradamus con la adivinación del resultado. En cuanto lo tuvo en sus manos, mandó pagar al mensajero 500 escudos por tan magnífico detalle, pero, a continuación, sin abrirlo y ante el asombro de los presentes, lo arrojó al fuego mientras exclamaba: “No quiero que la lectura de este papel me haga más temeroso o más temerario”. Esta manera de proceder nos revela el extraordinario dominio de la curiosidad que tenía este monarca, a quien, salvó en la gola, se le suelen cargar las tintas con colores en exceso oscuros.
Ambas reflexiones reales tienen para mí un encuentro en una tercera frase en la ciudad de La Coruña, que acogió precisamente a la Gran Armada, también nombrada Felicísima, al llegar a su altura procedente de Lisboa. Con las provisiones casi corrompidas y el agua almacenada en las barricas infecta, cerca de mil de sus integrantes enfermaron, con lo que hubieron de curarse allí. Esa tercera sentencia salió de los labios de un vidente que echaba las cartas al que, una noche de la primavera de 1983, en el receso de una de sus sesiones, a la que se me permitió asistir, le pregunté si aparte de lo que había pronosticado vislumbraba alguna cosa más en el horizonte de nuestras vidas. Él ya había cerrado la baraja.
- Sí -respondió-. Veo una nueva invasión de la península por los árabes.
Confieso que tal exabrupto a esas horas en que el cansancio empezaba a combinarse con el sueño, a punto estuvo de moverme a risa, pero también que muchos años después me acordaría del Rey Prudente, pues este, ateniéndose a su proverbial continencia, jamás habría formulado una pregunta así. ¡Ay, cuánto debemos aprender de nuestros mayores!