Fortuna Imperatrix

El charco

Hace poco tuve un conflicto diplomático con un amigo. No me había contestado a un mensaje de WhatsApp con una información adjunta de gran importancia para mí. Como su silencio me pareció insufrible, me vinieron unas ganas enormes de romper con él mientras se me ocurrían maldades inconfesables, del estilo de las que anidan en la cabeza cuando se queda con alguien que se retrasa tanto que ya es mejor que no se presente, dada la rabia explosiva acumulada en quien espera. 

Hasta que al cabo de unos días me lo encontré en la calle por casualidad y, para mi pasmo, me saludó con la cordialidad de siempre. Animado por su humor inesperado, le conté que la semana anterior le había enviado cierto mensaje, a lo que me respondió que no lo había podido ver porque la mañana en que se lo mandé se le había caído el teléfono en un charco. Contaba con tanta alegría esta circunstancia de su ”desmovilización”, este siniestro total de su portátil, el muy tunante, que no esperé a que terminara su batallita, y alegando prisa me despedí enseguida. Sin duda creía que me chupaba el dedo, así que a otro perro con ese hueso. Esa noche, sin embargo, el Destino me llevó al teatro a ver la ópera Arabella, de Richard Strauss. En la acción, que transcurre en 1860, el arruinado conde Waldner escribe una carta a un viejo colega, con dinero en abundancia, para que le socorra económicamente, pero el destinatario ya ha muerto, y entonces “redirigen” la misiva a su sobrino y heredero Mandryka. Por desgracia, este no puede leerla porque en el preciso instante en que se la entregan le ataca una osa, y en el fiero combate el pliego escrito se mancha de sangre, es decir, cae también en una especie de charco que impide su desciframiento. Un caso, pues, similar al de mi amigo, quien -comprendí por primera vez- decía la verdad.

Esta constatación de la realidad me sumió en una profunda congoja y añoranza de los tiempos tangibles, aquellos en los que José Luis López Vázquez aporreaba aterrado una cabina de la que no podía salir. Entonces teníamos la información repartida y no la oficina entera en una tableta en el bolsillo, susceptible de ahogarse en un vaso de agua. Incluso el BOE llevamos ahora pegado al cuerpo y tan contentos. Porque ¿qué son si no los distintos grupos de WhatsApp a los que estamos apuntados? Exactamente diminutos boletines donde la ignorancia de cualquier noticia publicada en ellos no exime de su conocimiento por todos y cada uno de los integrantes del grupo, con lo que ¡ay! de aquel que no se haya enterado de tal santo o cumpleaños, ya que quedará relegado al ostracismo o en cuarentena hasta su rehabilitación colectiva. Y a lo peor resulta que le sucedió como a mi compadre.

 ¡Uf, en menudo charco nos hemos metido!