Tras los bastidores

El doctor Caligari vive en Palacio

Este 7 de agosto, Gustavo Petro cumple casi tres años en la presidencia de Colombia. Aunque a muchos nos parezcan tres siglos. En lugar de gobernar, Petro ha convertido a Colombia en un experimento ideológico de dudoso rigor, un reality distópico donde el presidente se cree Bolívar reencarnado, Chávez mejorado, y a veces, hasta Cristo incomprendido.

En estos 1.095 días hemos tenido de todo: diplomacia de cantina, presos como teloneros en actos oficiales, ministros reciclados del marxismo folclórico, y una política exterior digna de una república bananera con X. Petro ha insultado a Israel, abrazado a Irán, defendido a Hamas, cortejado a Maduro y recibido con alfombra roja a cuanto tirano esté dispuesto a posar para una selfie revolucionaria.

En la ONU, Petro sermoneó al mundo sobre “el capitalismo de la muerte” mientras su ministro de Salud destrozaba el sistema que salvó miles de vidas durante la pandemia. En la CELAC, culpó a Occidente de la cocaína que él se niega a combatir. Y en sus redes sociales, convirtió la geopolítica en un cóctel de teorías conspirativas, poesía incoherente y odio selectivo.

Su gobierno no ha sido ajeno a la corrupción: su hijo Nicolás Petro, convertido en símbolo de nepotismo tropical, está involucrado en una maraña de dineros ilícitos que ni Netflix podría guionizar mejor. Su exembajador en Venezuela, Armando Benedetti, confesó que la campaña presidencial se financió con maletines calientes. Su mano derecha, Laura Sarabia, pasó de jefa de gabinete a protagonista de telenovela de espionaje, polígrafos incluidos.

Y como cereza del pastel, este año Petro decidió llevar a exconvictos directamente desde la cárcel hasta la tarima de su discurso del 7 de agosto, como si fueran modelos de reinserción social o guardaespaldas personales. El simbolismo fue claro: la cárcel no es castigo, es cantera.

En lo interno, la reforma a la salud naufragó. La de pensiones preocupa hasta al más optimista. La inseguridad urbana se disparó mientras el gobierno acaricia a criminales con eufemismos como “gestores de paz”. La economía se estancó, la inversión extranjera huyó, y la inflación —aunque más controlada— no compensa el caos institucional.

La situación es tan absurda, tan surreal, que ya ni parece realismo mágico: parece expresionismo alemán. El gabinete del doctor Caligari, esa película muda de 1920, mostraba a un hipnotizador que manipulaba a un sonámbulo para cometer crímenes. Una alegoría que, según muchos críticos, anticipaba el ascenso del totalitarismo nazi en Europa. Colombia, hoy, parece escrita en el mismo guion.

Petro, el doctor Caligari tropical, actúa desde su torre de delirio, rodeado de una corte de sonámbulos ideológicos que obedecen sin cuestionar, que marchan al ritmo del tambor populista, y que justifican el caos en nombre de una revolución que nunca llega. Mientras tanto, la democracia tambalea, la prensa es señalada, las instituciones son presionadas y el debate público se reduce a trincheras.

Petro no gobierna: predica, tuitea, delira. Se ve a sí mismo como un redentor traicionado por la prensa, la oposición, el Congreso, la Corte, los medios, y por supuesto, el imperialismo. Pero lo cierto es que su mayor enemigo es el espejo.

Colombia merece algo mejor que un “caudillo” cansado de sí mismo. Y los tres años de gobierno de Petro no han sido una “transformación social” sino una tragicomedia donde los ciudadanos pagan la entrada y los actores se burlan del público. Falta un año. Uno más. Solo uno. Resistamos.