En el Memorial de la Paz de Hiroshima el silencio es aterrador. Los visitantes callan, solo alargan la mirada, anonadados, hacia los detalles de las imágenes espantosas: cadáveres carbonizados por los rayos térmicos, manos elevándose desde la tierra como queriendo agarrar el aire, pieles colgando a tiras de los cuerpos aún vivos…En los escalones de entrada al banco “Sumitomo”, en Kamiya-cho, a 250 metros del epicentro, quedó la mancha impresa, como una sombra, de la persona que estaba sentada en ellos esperando que abrieran. La bomba arrojada sobre Hirohisma era de uranio y le pusieron el nombre de “Little Boy”; explotó a las 8:15 h del 6 de agosto de 1945 y produjo una energía equivalente a 12,5 kilotones de TNT. De esta energía el 15% se convirtió en radiactiva, el 35% en térmica y el 50% en potencia que destrozó el 92% de los 76.000 edificios de la ciudad y sus infraestructuras: retorció, por ejemplo, las vías de los ferrocarriles como si fueran de regaliz. En el momento de la explosión se originó una enorme bola de fuego de millones de grados centígrados, que un segundo después bajó a 5.000 en el hipocentro, a 600 metros del suelo. Se vieron afectados más de 300.000 civiles y 40.000 soldados, de los que a finales de diciembre de ese año habían fallecido ya la mitad.
Sobre Nagasaki se lanzó un segundo artefacto explosivo, en este caso de plutonio, apodado “Fat Man”, que reventó a las 11:02 h del 9 de agosto, a 500 metros de altura. En ese momento la temperatura fue también de millones de grados, una milésima de segundo después bajó a 300.000, y a continuación, en el diámetro máximo de los 280 metros del pequeño sol que formó la bola, de 5.000 grados, como en Hiroshima.
Hay una tradición en Japón, cuna del origami o papiroflexia, según la cual los enfermos, para sanar, deben plegar 1.000 grullas de papel. En el folklore japonés la grulla de Manchuria es portadora de felicidad y, se asegura, vive mil años. Una chica, Sadako, víctima de la bomba atómica de Hiroshima, enferma a causa de la radioactividad, empezó a plegarlas en el hospital, pero a las 600 y pico murió. Hay un monumento que la representa en una escultura sobre una roca con una de ellas en sus manos frente al Museo de la Paz.
A los supervivientes del infierno nuclear se los llama “hibakushas”. Es el caso de Terumi Tamaka, perteneciente a la organización Nihon Hidankyo (cuyo logo es precisamente una grulla de origami), premio Nobel de la Paz 2024, que era entonces un chico en Nagasaki y ahora un hombre sabio que repite sin cesar que aquel “fue un experimento sádico con un arma diabólica, pues Japón ya agonizaba, y que estas armas no disuaden, solo aniquilan sin clemencia”.
En el 80º aniversario de aquellos hechos terribles, apelemos a su recuerdo eterno para que nunca se repitan.