Nunca se hablaba de la guerra. Mis padres, mis tíos y algunos amigos, que se reunían los domingos en casa, a merendar y echar una partida de cartas, nunca hablaban de la guerra. Y habían transcurrido ya diez años desde su final.
El objeto de sus conversaciones, la frase que se me quedó grabada en el recuerdo de niño, era una enigmática, para mí indescifrable expresión: “el día de mañana”. Constantemente se aludía a él. No existía el pasado. El presente se vivía sin más, con las carencias y limitaciones de aquellos años. Y todo se refería a “el día de mañana”. Era un futuro ideal, en que se cumplirían los deseos, se saciarían las expectativas, se vería la luz al final del túnel.
En “La cubertería” expliqué, de modo tangencial, como mi padre y mi tío sobrevivieron a la guerra, en Madrid, escondidos en embajadas. Por la calle los habrían asesinado, como a sus primos Javier y Álvaro, como al hijo y al nieto de doña Emilia Pardo Bazán, o como al autor de “La venganza de don Mendo” el bienhumorado don Pedro Muñoz Seca.
Pero de todo esto supe muchos, muchos años después. En mi infancia nadie hablaba de la guerra, ni de sus crímenes, ni de la lucha fratricida. Nadie. Se iba aproximando “el día de mañana” y para ello era impensable hablar de las dos Españas. El régimen de Franco nunca tuvo interés en recrear la guerra y sus odios. Se exaltaba al caudillo, naturalmente, y la gesta del Alcázar de Toledo (de esa enfática narración si guardo recuerdo) pero allí los malos eran el “contubernio judeo masónico” y, a mucho hilar fino, los comunistas de Carrillo. Jamás oí hablar de los socialistas, ni de Largo Caballero o Prieto. Ni de Azaña. Un silencio total cubría la etapa de la república.
Así que crecimos sin otra referencia que la dictadura. Ni rojos, ni azules, ni fascistas, ni marxistas. Solís Ruiz había reclutado en las cárceles a líderes de la CNT para los sindicatos verticales, pues tenían veta de pata negra obrerista y no eran comunistas sino libertarios, que era pecado mucho menor. Melchor Rodríguez, el “ángel rojo” trabajaba de chapista; el tío Gabriel, militar de la república depurado, hacía dinero como directivo de Marconi y ganaba más que el tío Carlos, militar de carrera que con 19 años se alistó en el ejército de Franco. La tía Rosina hacía punto ganchillo en su puesto de funcionaria (era de la Vieja Guardia y sus toquillas se esperaban por turno, cotizadísimas entre la familia) El padre de mi amigo Roberto, trabajando en varios sitios, hijo predilecto del pluriempleo, se compró un piso…y luego otro; para eso daba un trabajo de abnegado contable.

La sociedad se homogeneizaba progresivamente. El Derecho, abstracción hecha de que aquello era una dictadura, florecía con leyes de muy correcta factura, como la de Procedimiento Administrativo, cuya aplicación no era menos eficiente entonces que ahora. Y nuestro catedrático de derecho penal nos explicó un día en clase, para asombro de todos, que había trabajado en el Valle de los Caídos, como preso.
Cuando Franco murió el sentimiento de pérdida e incertidumbre fue generalizado. El paro era del 2%. Habíamos escalado hasta el octavo lugar entre las naciones industriales del mundo y aunque muchos (yo entre ellos) nos sentíamos muy limitados dentro del post franquismo, la sociedad era una, y los representantes de cualquier extremismo, falangista, carlista, comunista o anarquista, era una exigua, casi ridícula minoría.
Ya casi estábamos en el día de mañana. Visto con perspectiva histórica, un país con la clase media que se había forjado durante el franquismo no podía caer en involuciones ni revoluciones. Tenía que continuar por el mismo camino, que tan buenos resultados estaba ofreciendo. La continuidad la dio el propio Franco, escogiendo a Juan Carlos I como rey y ahuyentando las tentaciones de su camarilla para entronizar a la nieta, tras casarla con un Borbón. Desechó al Conde de Barcelona, don Juan, depositario de la legitimidad histórica, porque traía unas connotaciones del exilio y los sinsabores pasados que no le gustaban. Se saltó el orden dinástico (para eso era dictador) y puso a un rey joven, limpio de pasado y abocado a sellar definitivamente la mal llamada “reconciliación”. “¿Qué reconciliación?” pensábamos los de mi generación- “si aquí estamos todos reconciliados”.
Seguramente quedaba algo por reconciliar. Pero cuando Fraga y Carrillo, recién llegado del exilio, se dieron el pico; y Tarradellas apareció por Barcelona; y la Pasionaria ocupó su escaño en las cortes constituyentes…pues estaba claro que aquello era una etapa nueva. Entre todos se redactó una Constitución de amplio consenso y se votó mayoritariamente en referéndum. Ya era el día de mañana.

Con la democracia, aquella España, que era sana y estaba fuerte, de gentes muy bien preparadas y bajo un impulso renovado, se liberó de todas sus ataduras y emprendió una carrera vertiginosa hacia delante. Los partidos políticos, siempre obligados por cansino mandato a meterse unos con otros, atemperaban sus ínfulas. Se ha sabido ahora que Felipe González obligaba a sus ministros a “no molestar” con palabras o hechos, a los segmentos de la sociedad no vocacionalmente socialistas. Y los tratamientos de Suárez, Calvo Sotelo o González, entre ellos, eran de una elegancia exquisita. ¡Si hasta escandalizaban los latiguillos de Alfonso Guerra, que ahora serían ridiculizados como pellizcos de monja!
Los años comprendidos entre la muerte de Franco y el fin de siglo resultaron deslumbrantes para España. Los Juegos, la Expo, el ingreso en Europa, la pujanza económica, la eclosión cultural, el turismo nacional y foráneo… Se notaba que empezaba a haber un dinero que Franco nunca tuvo. Viejas paredes se rehabilitaban, estrechas carreteras se hacían autovías, lentos ferrocarriles se tornaban aves...
Pero todo se truncó el 11 de marzo de 2004. Esa fecha, la más infausta entre las fechas infaustas, presenció la muerte de 200 compatriotas a manos de unos islamistas radicales que reventaron varios trenes y se inmolaron después en Leganés. Pero con ser terribles las muertes, la víctima más duradera fue la del respeto en la política. Aquel episodio cerró una época de controversia y abrió una época de indecencia.
Las elecciones generales se iban a celebrar tres días más tarde. El candidato del PSOE era José Luis Rodríguez Zapatero. Un diputado oscuro, que llevaba quince años en el Congreso en el más absoluto anonimato y que había ganado sus primarias, en el 2000, por 9 votos, frente a Rosa Díez, Matilde Fernández y José Bono.

Victoria sorprendente, lograda merced al apoyo de un tipo igualmente oscuro, llamado José Luis Balbás, que pilotaba “Renovadores por la base” una pequeña facción del socialismo madrileño y que maniobró a favor de Zapatero. Por cierto, Balbás sería expulsado del PSOE tres años más tarde, al considerársele cómplice del “tamayazo”, uno de los episodios más sórdidos de corrupción política.
El candidato del PP era Mariano Rajoy, escogido por Aznar de entre una supuesta terna que formarían Rodrigo Rato, Mayor Oreja y el propio Rajoy. Aznar, cuyo mandato fue un completo éxito, acertó: Mayor Oreja era triste y ultraconservador; Rodrigo Rato devino en delincuente; y Rajoy, aunque años más tarde, liberó a España de un rescate ominoso.
En aquellos turbulentos días yo leía EL PAÍS y sintonizaba LA SER, que eran medios respetables. Pero tras la matanza, cuando escuché a García Ferreras alentar desde las ondas a la turba, teledirigida por Ferraz, a sitiar las sedes del Partido Popular al grito de “asesinos”, algo se rompió en mi interior. No podía ser. Que fueran los islamistas o fuera la ETA era algo secundario, se habría de saber al poco. Pero tachar al PP de asesino, volcar el dolor de la matanza a favor del PSOE, manipular con tamaña indecencia a la opinión pública, eso era nuevo, radicalmente nuevo.

Zapatero ganó las elecciones, contra todo pronóstico. Ese día dejé de comprar EL PAÍS y borré la SER de mis diales. No podía escuchar ni un segundo más aquel repugnante montaje. Y me pasé a la zona opuesta. En EL MUNDO recibí infinitas lecciones sobre la mochila de Vallecas, el viaje de ETA por Cuenca, los proyectos etarras para atentar en Madrid… pero tampoco quedé satisfecho. Aunque meses más tarde, tuve claro que había sido objeto de una mixtificación de signo contrario y rebauticé a alguno de sus causantes a mi modo, como a un tal “Casimiento García Falsillo”, que era de los más contumaces.
Lo peor de las elecciones de 2004 fue comprobar que insultando ferozmente al adversario político, dirigiéndole los peores agravios, como mentiroso y asesino; privándole de humanidad y de alma…se podía ganar. Y se ganaba. ¡Y se ganaba contra todo pronóstico! La gente era sensible a la manipulación y la mentira, nadie se paraba a reflexionar si todo aquello eran patrañas. Allí nació el relato.
Zapatero debió pensar que si aquella increíble polarización le había llevado a la Moncloa, bien podía adoptarla como método de trabajo. Empezó recordando que habían fusilado a su abuelo durante la guerra. Continuó reivindicando a los muertos de las cunetas, siempre que fuesen republicanos, y financiando numerosas excavaciones. Se inventó la conocida Memoria Histórica, un ejercicio sectario e implacable (lo quería llevar a los colegios) para resucitar las dos Españas: la buena, de los izquierdistas y la horrible, de los derechistas… que ya empezaron a recibir el apodo de fascistas. En el tiempo de su mandato, reivindicó para sí el fin de ETA, en exclusiva, privando al Partido Popular de cualquier influencia. Por si colaba, que en el común está visto que cuela casi todo.

Y digo esto porque cualquier ciudadano que viviese esos años sabe perfectamente que un borracho llamado Jon Idígoras, portavoz de Herri Batasuna, se jactaba tras cada asesinato etarra y sacaba pecho animando al siguiente…hasta que llegó Aznar. Los ilegalizó: al borracho, a la apología del terrorismo, a la “kale borroka” y a las “herriko tabernas”. Todos fuera de la ley. Ese fue el principio del fin de ETA. Pero para Zapatero sólo él redujo al terrorismo. El PP era poco menos que filoetarra y Aznar había mandado emisarios a Argel.
La mala semilla estaba plantada y pronto crecería la mala yerba. Zapatero, en los temas de comer, tuvo que renunciar a la presidencia del gobierno un año antes del final de su mandato, que era en 2012. Había arruinado al país, gastó nuestros últimos euros en “los de la ceja” y cuando le llamaron la Merkel, Obama y hasta el presidente de China para que dejara de hacer barbaridades, hizo mutis por el foro. Eso sí, antes congeló las pensiones y bajó el sueldo de los funcionarios, que no se olvide.
Ganó Rajoy en 2011 con mayoría absoluta pero no se olió la tostada. Se limitó a congelar fondos para cunetas, a despreciar la Memoria Histórica… ya se sabe, cosas de Rajoy, superior intelectualmente e incapaz de comprender la miseria moral que encerraba la política revanchista de Zapatero. Bien es cierto que el reto que le concernía era enorme, con España al borde de la quiebra, la prima de riesgo enloquecida (todo por la estulticia de Zapatero); y Telefónica, el BBVA y grandes expertos como Gonzalo Bernardos (faro económico de La Sexta) pidiendo a gritos el rescate. Rajoy hizo lo que le dictó su conciencia: proteger al país, liberarle de los hombres de negro, apretarse en todos los gastos (tengo escrito en este Diario de Madrid que las “Diadas como riadas” nacen en 2012, cuando ya no hay un duro para Cataluña) y virar a tiempo, con Luis de Guindos al timón, para no chocar contra el iceberg, como le sucediera al infortunado Titanic. El iceberg pasó lento, de refilón, en los años 2011, 2012 y 2013. La economía se fue recuperando.

Cobraron las farmacias (¡Zapatero no pagaba ni las medicinas!) se fueron abonando las deudas del Estado, bajó la prima de riesgo y el país volvió a respirar. En 2016 las elecciones fueron más apretadas. En el cara a cara entre candidatos, Sánchez dijo a Rajoy que no era un candidato decente y Rajoy, todo dolido, le replicó que era un “ruiz” (la criatura no sabía ni insultar). El PP siguió gobernando. Pero ya los odios entre unos y otros afloraban. Importaba menos la gobernación que la eliminación. Y al socaire de los muchos casos de corrupción que asolaron al partido popular (muchos, variados, importantes y contumaces) llegó la moción de censura que en 2018 descabalgó a Rajoy del gobierno y le apartó de la política.
La actualidad se llama Pedro Sánchez. Desde 2018 nos gobierna. Las diez palabras con que Rubalcaba destripó la candidatura del PP en 2004, “Los españoles se merecen un gobierno que no les mienta” se han trasmutado, ironías de la historia, en estas: “Los españoles se merecen un gobierno que les miente todos los días”. Zapatero desenterró a su abuelo, pero Sánchez ha desenterrado a Franco. Ha constatado que laminar a la oposición bajo los más gruesos epítetos (fascistas, mentirosos, asesinos, incapaces) le resulta rentable. Que levantar muros, separar a los ciudadanos, reivindicar para él la bondad, la justicia y el progreso y para los otros la perversión, el fascismo y la mentira, tiene su rendimiento. Ha dividido a la sociedad.
Entre Zapatero y Sánchez han destrozado tanto el franquismo como la democracia. Hoy no somos un país. Somos unas banderías que se odian, incapaces de ver en el otro bien alguno. Se están corrompiendo amistades de toda la vida. Una tertulia de mus que teníamos unos cuantos saltó hace meses. Ni yo soporto lecciones morales de rojos ni ellos toleran argumentos de fascistas. Hablar no tiene sentido, solo arroparse en la secta y odiar al diferente. Vetos, exclusiones y líneas rojas son la herencia de Zapatero, jaleado como profeta en el reciente congreso del PSOE en Sevilla. Los condenados asistentes (Chaves y Griñán) fueron aplaudidos; los tibios ausentes (Lobato) ignorados. La senda que abrió Zapatero les retrotrae a Largo Caballero y eso les emociona. ¡Fue tan ridícula la imagen de los asistentes, puño en alto, cantando La Internacional! ¡Tan patética, tan extemporánea! Pero hasta en eso quieren dominar el relato. Cantar el Cara al Sol es delito de fascistas, inserto en el código penal; cantar La Internacional es un bálsamo de progresismo, que se entona con devoción… ¡Tócate los c…!
Donde antaño hubo políticos que buscaron unirnos, ahora los hay que solo quieren dividirnos. La situación es tan delirante que hasta un presentador, Pablo Motos, que no debe ser sanchista (no lo sé, porque no le veo) ha de ser combatido, a golpe de talonario, por otro presentador, David Broncano, que sí parece serlo (tampoco lo sé, porque tampoco le veo) Pero lo que fotografío, horrorizado, es un anuncio del tamaño de una casa haciendo publicidad de esa pelea, impostada y necia. ¡A dónde hemos llegado, o eres de Motos o eres de Broncano! ¿Cabe situación más ridícula, fantochada más esperpéntica? Pues ahí están todos los medios del PSOE, bailando el agua al afortunado locutor, que ha conseguido 28 milloncejos por piropear a Sánchez y ciscarse en los populares.

Como todo se contagia, no osaré decir que en la derecha no hay insultos, descalificaciones y persecución del adversario. Nadie se queda quieto si le agreden y, si puede, responde con la misma moneda. Rafael Hernando antes y Miguel Tellado, ahora, nacieron con piquito de oro para destripar adversarios. Tampoco Isabel Díaz Ayuso se queda muda cuando es insultada y recuerda su gusto por la fruta.
Pero ¿a dónde vamos? ¿Cómo se ha convertido la colaboración positiva de la transición en esta pelea constante? ¿Por qué se invocan ahora las matanzas de la guerra civil? ¿Por qué mientras los reyes asisten a un funeral por las víctimas de Valencia, Sánchez se va a exaltar a combatientes fratricidas del 36? Yo atribuyo estos lamentables fenómenos a la política de Zapatero, ampliada y mejorada por Sánchez. Y termino. Termino porque la noticia que acabo de conocer me obliga al cierre: el gobierno va a organizar 50 actos para conmemorar la muerte de Franco. No sabía esto cuando comencé el artículo. Pero es lo que digo. Zapatero y Sánchez representan la aparición de una nueva especie invasora que, como los champiñones, vive en los pudrideros, se alimenta de los detritus y abraza la oscuridad. Aunque luego presenten un aspecto muy saludable…