Desde que Oswald Spengler publicó los dos volúmenes de La decadencia de Occidente (1918 y 1922), sobre nosotros pesa la conciencia de un ocaso anunciado, tema ampliado por su gran discípulo Arnold Toynbee. En su análisis del nacimiento, florecimiento y declive de las civilizaciones todo apuntaba a que la occidental había entrado en fase terminal. Para estos historiadores cada cultura representa una cosmovisión ó weltanschauung propia que la define y distingue de las demás. Spengler calificaba la cultura occidental como ‘fáustica’. La historia de Fausto incluye un pacto con el diablo por el que este personaje ambicioso renuncia a la integridad moral para alcanzar el máximo de poder, placer y éxito mundanos. Y, a juzgar por lo que estamos presenciando, la realización colectiva, obsesiva y acelerada de estos mismo fines desprende, a pesar de sus suntuosos perfumes, un olor cada vez más fuerte a azufre. Para Spengler la naturaleza orgánica de toda cultura implicaba una última fase esclerótica a la que denominaba civilización y que, a su ver, en nuestra era moderna la caracterizaban el imperialismo, el progreso tecnológico y la sociedad de masas, cuya defunción y fosilización pronosticaba a partir del 2000, o sea justamente por estas fechas.
Citando el ejemplo clásico del imperio romano, Toynbee argumentaba que las culturas nacen y se desarrollan como respuesta a los retos a los que se enfrentan sus sociedades originarias. Este desarrollo cultural estaría capitaneado por ‘minorías creativas’ que inspiran la emulación y adhesión colectivas, liberando sus energías emprendedoras. Toynbee consideraba que la decadencia de las civilizaciones se debe a una escisión entre las élites y el proletariado interno, al perder aquellas su creatividad y pasar a ser minorías dominantes, consolidando su poder con la creación de un imperio. Este régimen imperial extingue la libertad política y se mantiene a la fuerza. El pueblo, sintiéndose oprimido y alienado, se refugia en el arcaísmo, el futurismo, el estoicismo, o en visiones trascendentes de la realidad. Partiendo de esta última tendencia, el proletariado interno genera una nueva religión universal que sobrevive a la ruina de la civilización y sirve de base a una nueva cultura. Mientras tanto, el proletariado externo, sumido en la pobreza y la barbarie, aspira a acceder al progreso y bienestar del mundo civilizado, por lo que al decaer éste se adentra en sus dominios y contribuye a su hundimiento definitivo.
Tal vez sea posible otro desenlace, pero la concordancia entre la actualidad y ese pronóstico catastrófico es tal que uno se teme lo peor. Las élites dirigentes han dejado de ser creativas y se han convertido en entes dominantes empeñados en mantener su poder dentro de un marco geopolítico global. Aunque se suscriban a una ideología democrática, todo apunta a que no nos representan, pues siguen el guion mefistofélico de su adhesión amoral al poder y el dinero, hasta el punto de justificar la explotación y el genocidio. Las respuestas fascistas, futuristas, estoicas y visionarias ante la decadencia están a la vista. Como por casualidad, el proletariado interno, que somos todos los demás, parece ser el último reducto de la ética universal, que es lo único que puede sobrevivir a la debacle que las élites violentas están propiciando con su voluntad maquiavélica. Y ahí está el proletariado externo, que ya no son los bárbaros bávaros sino las víctimas multitudinarias del imperio que se avalanzan desesperadas contra las alambradas. La crónica de nuestra época es la de una muerte anunciada, pues su decadencia ya estaba implícita en el pacto siniestro de su origen. O sea que la historia no es lineal sino cíclica. Y se seguirá repitiendo mientras no abandonemos esos valores amorales y siniestros. Por lo que la forma de evitar una nueva Edad Media acaso sea mantener los baremos éticos y quitarnos democráticamente a esas élites fáusticas y funestas de encima cuanto antes. Oremus.