En los últimos tiempos, los temporales en la costa mediterránea, tradicionales gotas frías, han ido creciendo en intensidad por acción del Cambio Climático. Hoy se conocen como DANAS según la jerga meteorológica más especializada, término por otro lado naturalizado entre la sociedad gracias a su uso, y abuso, en los medios de comunicación masivos.
Estos fenómenos, masas de aire frío que se desprenden sobre otras más calientes, y que producen fuertes lluvias torrenciales, han ido ganando importancia en España a lo largo de los años. Pueden afectar a diferentes zonas, pero se ceban con especial ahínco en aquellas situadas junto al mar por la acción propulsora de éste. La ocurrida en 2024 en el Levante ha roto todos los récords dejando tras de sí una gran destrucción y la inaudita cifra de 227 muertos, sumados los perecidos en Castilla La Mancha y Andalucía.
La naturaleza no se puede controlar del todo, pese a que el ser humano lo ha intentado desde sus primeros andares en la Tierra, Lo que sí es posible es predecir sus acciones con tiempo y preparar las correspondientes medidas para evitar los riesgos, sobre todo los más graves. La tecnología está, lo que ha vuelto a fallar en esta ocasión es la lógica aristotélica básica.
Como es habitual en nuestro país, con los cadáveres todavía sin localizar, y sin ni siquiera tiempo para una mínima reacción racional, un tóxico estado de opinión se lanzó contra todo y contra todos. Formado por políticos incompetentes y ávaros, medios maldicientes y ciudadanos corrientes ignorantes y llenos de rabia, el caldo de cultivo que ya experimentamos durante la pandemia volvió por un momento a enfangar y envenenar a una sociedad habitualmente pragmática y amiga de la certidumbre.
Es difícil separar el trigo de la paja, sobre todo cuando lo irreal parece real, la mentira se vende como verdad y la manipulación campa a sus anchas. No obstante, permítanme que haga un ejercicio de cirugía periodística para intentar dilucidar las responsabilidades de cada quién.
Lo cierto es que más allá de lo dicho, más bien vomitado, la responsabilidad primera de que esta terrible tragedia no fuera contenida corresponde a Carlos Mazón. El president de la Generalitat no estaba disponible cuando el caos comenzaba a ser patente, hechos probados. Se hallaba en un restaurante de larga sobremesa con el móvil apagado, información, así mismo, veraz.
Eran él y su gabinete quienes debían consultar y analizar los datos facilitados por AEMET a primera hora de la mañana y a continuación alertar por mensajería telefónica a los valencianos con muchas horas de antelación. No lo hicieron. Las alarmas sonaron cuando el agua ya inundaba pueblos de interior. Todo lo demás es burda literatura conspiranoica. Ahora bien, la responsabilidad es compartida. Su jefe de filas, el confundido Feijoo, debió desautorizarle a tiempo y pedir al presidente del Gobierno que tomara el control.
La situación con las horas fue a peor. El caos se convirtió en catástrofe, y cientos de personas perdieron a sus familias, sus bienes materiales y un sinfín de recuerdos irrecuperables. Por supuesto que Moncloa debió ser más precavida y jugar menos sucio, buscando la torta del contrincante, pero el PP valenciano está obligado a depurar y exigir una explicación clara a sus conciudadanos. Dimisiones y condenas electorales deberían acompañar el necesario propósito de enmienda .
No quiero olvidar, pese a este oscuro diagnóstico, que las cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, así como numerosos voluntarios, contribuyeron con su buen hacer a que este bochornoso espectáculo, alimentado por el grosero politiqueo, no acabara peor. Merecemos mejor gobierno, mayor coordinación entre instituciones y administraciones así como servidores públicos que se entreguen a su trabajo. Lo contrario nos conduce a un país fallido ahogado en la antipolítica, el populismo y en último término la violencia. Un futuro indeseable.