En un país muy cercano, no hace tantísimo tiempo, vivía una gracil y bella joven, hermosa e inocente cual trémula flor de primavera, que traía embobados a todos los mozos —y no tanto— del pueblo. No había varón capaz de resistirse a requebrarla apenas verla, y, mientras unos bramaban cual alces en celo, otros se hundían en la pena por no gozar de sus afectos…
Era la muchacha, no obstante, inconsciente de su belleza, hasta el punto de sentirse incómoda por tantas atenciones, procurando siempre las veredas y lugares menos transitados donde disfrutar de mayor intimidad y tranquilidad.
Tenía la moza por oficio el de lavandera, por lo que cada mañana pasaba por las casas donde la contrataban para recoger la colada, marchando de ahí al lavadero para llevar a cabo su labor.
Sin embargo, no había día que no se encontrase con murmuraciones del resto de las lavanderas —a todas luces bastante menos agraciadas—, que sin pudor le hacían el vacío, excluyéndola de todo trato.
"Es una fresca", decían unas a voz en grito, mientras las más sañudas la difamaban a media voz, calificándola de buscona. Así pasaban los días hasta que una de las más viejas, y de paso fea, cambió el discurso, pasándola de zorra a bruja malvada.
Fue la marquesa del lugar la que preguntó por el escándalo que se había formado sobre aquella joven a la que calificaban de mujer mala, que tanto daño hacía en la población y, no teniendo otros ojos que la lengua de su criada, sin verla ni escucharla, la desterró del lugar, dejando satisfechas a todas las lavanderas que, desde aquel día, nunca volvieron a ver a ningún mozo ni anciano girar la cabeza al ver a tan hermosa hembra. Y así termina el cuento de la mujer mala.
Una narración paralela a la de los ricos que, por el simple mero hecho de serlo, ya son malos. Muchos podrán preguntarse cuál es en realidad el motivo que los convierte en malvados, y lo cierto es que al analizar la vida y obra de muchos de ellos, cuesta encontrar una respuesta plausible a tal interrogante.
Con certeza, es necesario buscar una explicación en la herencia judeolatina del sur de Europa, a diferencia del norte, donde la Reforma de Lutero cambió para siempre la concepción de la riqueza. Esto sucedió por distintos motivos, entre los cuales cabe destacar que, desde la visión del protestantismo, para ser un buen cristiano se hacía obligatorio saber leer, lo que, unido al abaratamiento del precio de los libros, merced al sistema que Gutenberg implementó en la imprenta, el norte de Europa adelantó en 400 años al sur. No sólo por leer la Biblia, sino por popularizar el conocimiento.
De este modo llegamos a una premisa esencial para comprender la visión polarizada de la riqueza en ambos puntos del continente, por boca del evangelista Marcos 10:25. "Antes entrará un camello por el ojo de una aguja, que el rico entre en el Reino de los Cielos".
Así, mientras Italia, Francia o España anatemizaban la riqueza al ser imposible pasar semejante animal por el ojo del utensilio para coser, en Alemania y Flandes tenían claro que el ojo de la aguja era una puerta en la muralla de Jerusalén utilizada al cerrar la principal, por la que un camello debía ser descargado de sus bultos para poder entrar, transformando la riqueza en una muestra del poder y bondad divinos.
Tanta ignorancia fue lo que en momentos cumbre de la pandemia de COVID-19 permitió que el Gobierno Central rechazara la ayuda desinteresada de mascarillas de personas de calidad e integridad indudable como Amancio Ortega, aunque sabiendo lo de Koldo y compañía puede que fuera un motivo más prosaico, o quizá, quién sabe, es que los ricos, como Amancio Ortega, son primos de la mujer mala.