El 7 de octubre de 2023, la organización que ostentaba el gobierno legítimo de Gaza, Hamás, porque había ganado las elecciones democráticamente celebradas, decide llegado el momento de terminar con Israel.
Rompen la frontera por más de cincuenta puntos y comienza la matanza de judíos. Todos los “kibutzs” de la frontera son destruidos. Se ametralla a sus habitantes, se viola a las mujeres y se degüella a los niños. Se queman vivos a quienes no salen de sus casas. Una de las facciones asaltantes llega a un festival de música donde se congregaban muchos jóvenes y el festín de crímenes alcanza su apogeo.
Se ha sabido que ese asalto era la señal para que todos los enemigos de Israel iniciasen, desde sus respectivas fronteras, el asalto. Hezbolá debía entrar desde el Líbano; Irán debía atacar por aire; los Hutíes de Yemen debían lanzar sus cohetes. Todos a la vez y todos a muerte. En el propósito de Hamás, el final de Israel había llegado.
Tras asesinar a 1.200 personas, se retiraron a Gaza llevando 250 rehenes que, como las hormigas, fueron hundidas en los túneles que habían construido durante los últimos años.
De forma incomprensible, una acción tan vasta y destructiva no fue detectada por los servicios secretos israelíes, quizás entretenidos con los reconocimientos que los países árabes estaban preparando, bajo la tutela de EE.UU. Sea como fuere, muchos militares de los puestos fronterizos fueron abatidos, si bien ellos sí contaban con medios para defenderse.
Una matanza de 1.200 personas en un solo día es una matanza impresionante. Si se admite que Israel ha matado a 65.000 gazatíes en dos años, la media de muertos diaria es de 90. Si Hamás hubiese podido, como era su deseo, continuar matando judíos a ese ritmo, en un par de meses habrían liquidado a 72.000, más que Israel en dos años de matanza.
Pero Hamás no pudo seguir matando, sin que quede claro si fue por desistimiento de sus aliados, por embriaguez en la victoria de un solo día o porque los judíos reaccionaron. El estado de “shock” se apoderó de Israel. Y en seguida se puso algo en evidencia: había que exterminar a Hamás y a todos sus milicianos. Para siempre, se escondiesen donde se escondiesen, se protegiesen como se protegiesen. O desaparecía Hamás o desaparecía Israel.
El ejército hebreo entró en Gaza y empezó a buscar miembros de Hamás para matarlos. Es sabido que esa organización, protegida por la inmensa cantidad de túneles que había construido, colocó sus salidas y sus entradas en los sótanos de hospitales, de colegios, de organismos internacionales…una manera de autoprotegerse frente a los ataques de Israel.
Pero para Israel todo aquello era irrelevante. Si un zulo se ocultaba bajo un quirófano, volaban el zulo y el quirófano. Se calculaba que habría unos 60.000 militantes armados de Hamás y que pueden haber muerto 40.000. ¿Cuántos civiles han perdido la vida en el asalto a esos reductos? Pues otros tantos. Cuando se habla de muertos civiles hay que descontar los milicianos de Hamás, de los que increíblemente parece que quedan 10.000
Insensible al sufrimiento de los gazatíes (o convencidos de que entre ellos la milicia de Hamás tenía protección) empezaron a correrlos de un lado para otro, buscando zonas con túneles que destruir. Con cuidado, porque los rehenes se encontraban dentro. Sin rehenes, los túneles habrían sido pasto de lanzallamas en unos días; con rehenes, no.
Se cortó la ayuda alimentaria. Seguramente Hamás mantenía su prevalencia social alimentando a los civiles. A Israel nunca le preocupó si cundía el hambre, sólo quitar el apoyo social a Hamás. Semejante estrategia diezmó las filas de Hamás pero martirizó a la población. Y las sociedades occidentales empezaron a no poder soportar ese castigo. Las fotos de niños moribundos, esqueletizados, destrozados por las bombas o llorando desesperadamente, impactaron fuertemente en todos los países.
Paralelamente, Israel decidió el contraataque total y en una jornada inverosímil descabezó a Hezbolá, en Líbano, haciendo estallar los audífonos de sus militantes en sus mismísimas narices (nunca mejor dicho). Semanas más tarde los EE.UU. enviaron a Irán una flota aérea indetectable que reventó los silos nucleares de los ayatollah, perforando 60 m de roca. Y más recientemente liquidaron a la cúpula de Hamás, en Yemen, con certero bombazo, de cuya escabechina solo sobrevivió quien, al parecer, representa ahora a la organización en las conversaciones de paz.
Trump se ha comprometido en el final de esa guerra, otorgando a Hamás lo que los judíos jamás les concederían: salvoconductos, salidas del país, reincorporación a la sociedad (imagino que irán desapareciendo en los próximos años, si bien… parecerá un accidente) Netanyahu se ha tenido que morder el exterminio y Trump (que si no merece el nobel de la paz, poco le falta) detendrá esa espiral de horrores, que empezaron en horror, siguieron en horror y amenazaban perpetuarse en horror. Es socio y amigo de Israel pero es más humano de lo que muchos le atribuyen.
Aquí, los de (Ha)MásMadrid y la izquierda ridícula que nos acompaña, se alegraron de la matanza del 7 de octubre, se preocuparon seriamente cuando Israel decidió defenderse y se embarcaron en la flotilla, una vez aclarado que genocida, lo que se dice genocida, Israel no era. Porque, como dice Ayuso, si hubiesen tenido claro que Israel era genocida no pasan de Ibiza. Eso sí, la Colau ha tomado vitaminas para seguir optando a jodernos, una vez más, en alguna elección.
Lo que ha sido alivio para todos, para ellos es frustración. Lo que pueda agradecerse a Trump, para ellos es negro repudio sionista. Eso sí, Sánchez, listo como el hambre, se ha apresurado a felicitarse por la iniciativa del presidente de EE.UU. Pelillos a la mar. Pronto veremos a los ministros pedir para él, a coro, el reconocimiento sueco.