Nunca habría imaginado, ni siquiera en mis más febriles desvaríos, que un indio americano —de aquellos de Hollywood— pudiera inspirar los actos de mi vida. Y sucedió. Ocurrió en Asturias, tierra a la que arribó un indio americano de la tribu de los Apaches para recordarnos quienes fuimos y quienes podemos ser.
No es cosa menor, ni tampoco fácil de entender en alguna tertulia, esa de hablar en pleno siglo XXI de un indio Apache paseando por Oviedo. Menos aún, pensar que de entre aquellos hombres que otrora fueron caricaturizados por el celuloide, uno de ellos nos empujaría a impregnarnos del conocimiento y descubrir la magna obra española: la hispanidad. Mi historia con el descendiente del célebre Jerónimo, el historiador Alfonso Borrego, viene de atrás, de momentos de mala salud y ánimo menguado. Un día me llegó su voz desde el mismísimo desierto de Texas y ya han pasado algunos años.
Y acudió, como prometió. Pisó nuestra vieja Asturias sabiendo que estaba en la cuna de España. Alfonso lo hizo con la dignidad de un buen hombre. Habla buen español, el idioma universal que nos hermana más allá de mapas y fronteras. Quedamos junto al Ayuntamiento de Oviedo, en el kilómetro cero del Camino Primitivo a Santiago, un punto clave porque fue el primero, más antiguo e importantísimo curso de inspiración para nuestra cultura y civilización, ¡porque sin Santiago, no hay España! Allí, entre palabras y silencios, descubrí que aquel indio Apache tenía más de castellano que muchos que presumen de ello.
El indio americano, como también el español, proviene de un pueblo generoso y hospitalario que es capaz de compartir hasta la misma esencia de sus corazones. Lo conocí primero por teléfono, en conversación, donde hubo más revelación que charla. Me enseñó, y pronto pude estrechar la mano de un hombre vibrante, español que no había nacido en España, pero con una cultura y tradición que parecían brotar de la misma raíz.
Llegaron con él otros amigos de aquella vieja España, que es la nueva América. Entre ellos una dama americana, cervantina de corazón, coleccionista de Quijotes y soñadora de molinos. Todos hablábamos el mismo idioma, sentíamos los mismos valores y compartíamos el gusto por la historia, la identidad, el buen comer y el mejor vino, ¡por supuesto de Rioja! Añadiré que encontré en nuestra diferencia la semejanza.
También vino con ellos un chamán, que nos hizo un ritual de bendición llamando a sus ancestros. Aún conservo la pluma que utilizó en su ceremonial y que me ofreció. Por su parte, Alfonso Borrego, es un hombre simpático, de verbo ágil y una memoria prodigiosa. Nos habló de su infancia, de restricciones y limitaciones, de carteles que prohibían la entrada a negros, perros e indios, siempre en ese orden. Nos hizo saber que la meditación precede a la acción y que sin meditación no puede salir bien nada. Así, Alfonso, con un humor irónico y su voz penetrante, nos hizo pensar, ¡y pensar bien!
Hoy me sorprende que nuestras vidas —la suya y la mía— hayan podido entrelazarse con tanta naturalidad. He escuchado a Alfonso hablar largo y tendido. He observado que en sus palabras hay historia, investigación y verdad. Donde muchos han escrito interminables tratados sobre los indios y su relación con los españoles, pocos han discutido esas tesis tantas veces repetidas. Alfonso Borrego, por su parte, con rigor y sin exaltación ha impulsado el reconocimiento del Camino Real Tierra Adentro, el mismo que Juan de Oñate exploró con tesón junto con un puñado de hombres, mujeres y niños, mezclándose en su encuentro con las diferentes tribus indias. Y Alfonso lo ha hecho sin caer en la trampa del entusiasmo ciego, sin dejarse llevar por el amor al terruño, ni siquiera por la simple defensa romántica de sus ancestros. Siempre ha evitado todo aquello que le pueda desviar de la verdad, apartándose de las simples elucubraciones y también de la exaltación del que logra un nuevo descubrimiento.
Por eso sostengo, hoy como ayer, y también mañana, que conviene escuchar a Alfonso Borrego, a la sazón, Académico del Instituto de Estudios Históricos Bances y Valdés, y presidente del Camino Real Tierra Adentro. Porque es un hombre que habla alto, claro y bien. Su español es firme, tan bueno como su mensaje, y me recuerda además aquella sentencia que la tradición atribuye a Carlos I de España, que en este instante resulta más pertinente que nunca, sobre todo para sortear las infamias de la “leyenda negra”:
Con Dios hablo en latín,
con mis tropas hablo en español,
con las mujeres hablo en francés,
Y con los ladrones, con los piratas, con los cobardes y con los perros, sólo puedo hablar en inglés, porque no entienden otro idioma.
Así pues, si alguien quiere saber, que juzgue por las pruebas y no por las leyendas. Que los más sabios se aparten de las creencias y las ficciones invisibles, porque de todo esto depende la verdad y la historia.