La mirada a una vieja calle desde el balcón de un primer piso, algo que hoy no se estila, es un mundo para quien mira sin más deseo que el del observar.
La vida discurre bajo él como un río de variadas fuentes, de remansos, badinas, rápidos, remolinos, cascadas, cataratas y de algún puente.
Un coche pasa veloz, sin importarle los viandantes; le sigue un adolescente en patinete eléctrico; una madre con su bebé en carrito espera en un semáforo; otra lleva a su niña cogida de la mano. Matrimonios discurren, juntos o separados, en silencio, charlando o discutiendo. Peinados como en tiempos remotos, hay hombres con coletas; jóvenes con cortes de pelo como en el siglo XV, y mujeres de hoy con el pelo rapado. Ancianos, cada vez más ancianos, y ancianas -no olvidemos la diversidad, el lenguaje inclusivo, lo políticamente correcto- que andan en lenta procesión doliente, unos con asma, otros con bastón.
Muchachas con pañuelos, venidas de otras tierras; jóvenes de más allá de la Mar Océana, de países de oriente o tierras africanas, huidos del hambre, de las guerras, o de ambos a la vez.
Y vecinas del barrio, que charlan animadas en una estrecha acera, tras comprar el pan de cada día en la antigua tahona que pronto será historia.
Todo un discurrir de la vida que pasa y va cambiando. Quien fue niño ayer, hoy lleva al suyo en brazos; quien fue madre, hoy pasea a la nieta, y muchos que estuvieron ya no están. Quizás nos contemplen desde el éter, paseen por el aire, o se acerquen desde el agua o la tierra a saludarnos.
Ahora observo a un muchacho, anda despacio, con un móvil en la mano derecha. Oigo la voz que desde él escucha:
"Que se vayan los que se quieran ir, que se queden los que quieran quedarse..."
Tiempos de globalización, también de dolor e incertidumbre.