La Receta

De la arcilla al algoritmo: la larga travesía de la receta médica

Entre los vestigios más antiguos encontramos las primeras recetas médicas, grabadas en tablillas de arcilla con escritura cuneiforme por los sabios de Sumeria, hace más de cuatro mil años. Aquellas instrucciones terapéuticas, rudimentarias pero meticulosas, incluían ingredientes como miel, leche, vino o resinas, acompañadas por indicaciones de uso, dosificación y, a veces, advertencias. Estas recetas son un testimonio de que la medicina y la farmacia nacieron juntas, unidas por el propósito común de cuidar la vida.

Tablilla Sumeria en escritura cuneiforme. Wikipedia.
Tablilla Sumeria en escritura cuneiforme. Wikipedia.

Durante la Edad Media y buena parte de la Edad Moderna, las recetas se escribían exclusivamente en latín, lengua científica por excelencia en la época, lo que contribuía a mantener un lenguaje técnico común entre profesionales, pero también preservaba el misterio del saber médico ante ojos profanos. Estas fórmulas eran transcritas a mano, muchas veces con abreviaturas propias, signos específicos y una caligrafía que, por complicada, llegaría a convertirse en seña de identidad del oficio médico.

En el Siglo XIX (1823) se publica la primera Farmacopea Matritense en castellano -no oficial, aunque tuvo un enorme éxito- a la que siguieron algunas bilingües. Sin embargo, la costumbre del médico de escribir de forma apresurada y con grafía difícil de leer se mantuvo, convirtiéndose en un símbolo casi caricaturesco de la profesión. La ilegibilidad de muchas recetas manuscritas pasó de ser un problema menor a uno mayor en el siglo XX, cuando la complejidad farmacológica creció exponencialmente y los errores de interpretación podían tener consecuencias graves.

En ese escenario, la figura del farmacéutico adquirió una dimensión de verdadero arte. Eran —y en muchos lugares siguen siendo— intérpretes avezados de la caligrafía médica, capaces de descifrar signos que para otros resultarían indescifrables. 

Y esta realidad, aunque parezca propia de un tiempo pasado, sigue plenamente vigente. Hace apenas unas semanas, mi ahijada Sonia tuvo que hacerse un TAC por un problema de codo. El médico que la atendió redactó con diligencia el informe… o eso parecía. Al recibir la copia, Sonia trató de descifrar lo escrito al final, y al no lograrlo, preguntó a la auxiliar qué podía decir aquella maraña de letras. La auxiliar, sin inmutarse y con la sabiduría que da la experiencia, le respondió: “Mira, lo mejor es que pases por la farmacia de la esquina. Ellos lo sabrán seguro”. Y así fue. Allí, en el mostrador, Sonia encontró la traducción y también una sonrisa. Ambas profesiones, médico y farmacéutico, siguen siendo fieles a su labor secular: uno prescribe, el otro interpreta. 

Pero todo arte, por noble que sea, tiene sus límites. Y en el siglo XXI, con la digitalización y la exigencia de calidad y trazabilidad en el ámbito sanitario, tanto público como privado, la receta médica ha dado un nuevo salto histórico: ha abandonado el papel para convertirse en receta electrónica. Este avance no es menor. No solo permite eliminar de un plumazo los problemas de legibilidad, sino que introduce múltiples garantías adicionales: validación automática de los medicamentos, control de duplicidades, alertas de interacciones peligrosas, trazabilidad completa de la dispensación y un mejor seguimiento terapéutico.

Imagen cedida por la empresa Rempe
Imagen cedida por la empresa Rempe

La receta electrónica, lejos de deshumanizar el acto médico, libera tiempo y reduce errores. Aporta seguridad sin restar autonomía, permite una revisión más ágil de la historia farmacológica del paciente y, al integrar los sistemas de salud y farmacia, fomenta una colaboración más estrecha entre los profesionales sanitarios. Su implantación, aunque paulatina y desigual según regiones, supone un hito comparable al abandono del latín en favor de las lenguas vivas, o incluso al paso de la tablilla de barro al papel.

Y, sin embargo, no deja de ser curiosa la ironía que encierra este viaje milenario. Las primeras recetas médicas, las cuneiformes, eran perfectamente legibles para quien conocía el código; no admitían ambigüedades. Durante siglos, esa claridad se perdió en la maraña de letras apresuradas y signos crípticos de las recetas manuscritas. Hoy, gracias a la receta electrónica, hemos recuperado —más de cuatro mil años después— la seguridad lingüística de aquellas primitivas tablillas. Solo ahora, al digitalizar la receta, hemos vuelto a escribir con la nitidez de los antiguos: del barro al bit, la medicina ha cerrado su círculo.

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