Un gallego en la galaxia

Animales

Es evidente que los seres humanos, por muy grande que fuere nuestra sofisticación cognitiva y cultural, seguimos siendo animales. La propia estructura cerebral refleja tres fases distintas y escalonadas de nuestra evolución, con un primer nivel reptiliano, seguido de una capa mamífera, y el neocórtex, que supuestamente nos distingue como especie. La añadidura de la materia gris es lo que nos ha convertido, según la definición tradicional, en animales racionales. Yo no diría tanto ‘racionales’ como ‘pensantes’, que no es lo mismo. Pensar pensamos todos, pero no hay que ir muy lejos para vislumbrar el destello escamoso de la sierpe original entre los silogismos del simio sapiens. 

En cierta ocasión vi un documental sobre un grupo de monos en Benarés, la ciudad más sagrada del hinduismo. Esta tribu de primates había establecido su territorio en un complejo de templos a orillas del Ganges. El macho alfa velaba por la seguridad del grupo avistando el entorno desde lo alto de una higuera y era el primero en atacar a los intrusos. Su condición de jefe le obligaba a arriesgar su vida y en compensación disfrutaba en exclusiva de su derecho como progenitor. Por otro lado, tenía que afrontar continuamente la rivalidad de otros aspirantes al liderazgo. En cierto momento, un grupo de tres machos se aliaron contra él, lo depusieron y lo desterraron. Impacientes por ejercer sus privilegios sexuales, los nuevos jefes mataban a las crías para que las hembras entraran nuevamente en celo. 

Este patrón de territorialidad, sexualidad y jerarquía de la supervivencia homínida comporta una condición sostenida de competición y violencia, tanto relativa al enemigo externo como a las luchas internas por el poder y los derechos sexuales. La etología, que estudia el comportamiento animal, ha establecido ampliamente la ascendencia zoológica de nuestra conducta humana. Una de sus más dramáticas expresiones son los desastres de la guerra que Goya plasmara gráficamente en sus aguafuertes. Pero no hay que ir tan lejos ni que perderse en las catacumbas del Prado. Basta con prestarle un poco de atención al flujo de nuestra propia conciencia para darnos cuenta de que el mono sigue vivito y coleando tras el disfraz de la respetabilidad moral e ideológica. La evidencia está en el propio pensamiento, el cual gira en torno a los tres polos biopsicosociales de seguridad, placer y poder, con sus respectivos complementos de temor, dolor e impotencia. Todo lo cual se inserta en el sistema binario del ganador y el perdedor, del culto del éxito y sus litúrgicos naufragios.

O sea que no acabamos de encarnar nuestro potencial humano, pues el condicionamiento instintivo no sólo destruye la razón, sino que produce monstruos capaces de cometer todos estos crímenes de guerra y contra la humanidad. Curiosamente, para ejecutarlos primero tenemos que deshumanizar al otro tachándolo de ‘animal’, término que aparentemente justificaría su opresión y exterminio. (Lo que lo dice todo respecto a la crueldad para con nuestros congéneres los animales de verdad.) La palabra ‘animal’ proviene del latín ‘ánima’, que significa soplo vital o alma. Irónicamente, si no salimos del laberinto instintivo, nuestro conocimiento superior sólo contribuirá a hacernos cada vez más desalmados.