El Retrovisor

Vida y muerte, cara o cruz de la Inclusa de Madrid

La Inclusa de Madrid, institución creada para recoger y criar a los niños abandonados, escondía una macabra realidad: casi el 60 por ciento de los niños que ingresaban no lograban sobrevivir. Son datos muy regulares que podemos comprobar a lo largo de los siglos. Ángel Fernández de los Ríos, periodista, político y urbanista que en 1876 publicó la “Guía de Madrid. Manual del madrileño y de los forasteros”, revela unas espantosas cifras de un estudio de siete años: niños entrados: 9.700; niños muertos: 5.781; niños salvados: 3.919. La realidad es que la Inclusa es una respuesta, primero desde la caridad cristiana y, después, desde la municipalidad o la Diputación Provincial, para el problema social que representaba el nacimiento de criaturas no deseadas. Muy probablemente, pese a la tragedia que encarnaban las cifras de mortalidad de la Inclusa, de no haber existido, el número de bebés fallecidos habría sido muy próximo a la totalidad de los abandonados.

Sobre la entidad que la Villa de Madrid otorgó a la Inclusa de la calle de Embajadores, nos puede dar idea el hecho de que entre 1840 y 1955 su entorno, administrativamente, fuera denominado como “Distrito de la Inclusa”, abarcando parte de los distritos actuales de Centro, Latina y Arganzuela.

Recreación de la sala del torno de la Inclusa de Madrid  a partir de un grabado de Francisco Ortego 1861
Recreación de la sala del torno de la Inclusa de Madrid a partir de un grabado de Francisco Ortego 1861

El origen de los hospicios desde la filantropía cristiana se remonta a finales del siglo XII, cuando el Papa Inocencio III, en Roma, para evitar los infanticidios de los niños no deseados que eran arrojados al Tíber, eleva la fraternidad fundada por el caballero templario Guy de Montpellier a la categoría de orden religiosa del Espíritu Santo, y le ordena habilitar un hospital para recoger a esos niños. Es en esa institución donde, para preservar el anonimato de las madres, se construye una “rueda de los expósitos”, un contenedor de madera que giraba sobre sí mismo, permitiendo así que lo que venía del exterior entrara en el edificio. A partir de ahí comienzan a multiplicarse los hospicios por todo el orbe cristiano, entre los más conocidos el “Hospital de los Inocentes”, de Florencia, fundado en 1321. En la puerta de la Inclusa de la calle Embajadores había un cartel espantoso: “Abandonado de mis padres, la caridad me recoge”.

En el caso de Madrid, José Ignacio de Arana, menciona que durante el reinado de los Reyes Católicos se fundó un hospicio dedicado en exclusiva a atender niños expósitos, pero la constancia más precisa se remonta al siglo XVI cuando la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y de las Angustias, ubicada en el convento de la Victoria situado en la Puerta Sol, según nos refieren los cronistas Ramón de Mesonero Romanos, Hilario Peñasco de la Puente y Carlos Cambronero, en 1572, iniciaron la recogida de niños expósitos abandonados en portales y atrios de iglesias. Durante 1583, primer año del que hay constancia documental se acogieron 74 niños. Está comprobado que la media en los siglos siguientes oscila entre 1.600 y 1.800 de criaturas anuales. Según Arana: “la aproximación más fiable apunta a que en sus primeros cuatro siglos de existencia, la Inclusa de Madrid recogió la impresionante cifra de más de 650.000 niños”.

Jerónimo de la Quintana, el primer historiador que dedicó su obra exclusivamente a Madrid, en 1629, señala que la denominación de inclusa es una degradación del nombre de la ciudad flamenca Enkhuizen. Allí, al inicio de la Guerra de los 80 años entre la Monarquía Hispánica y las Diecisiete Provincias Unidas de los Países Bajos, en la reconquista de Enkhuizen, las tropas de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, requisaron una pintura de una Virgen rodeada de ángeles y con un niño a sus pies. Felipe II decidió donarla a la cofradía de Madrid dedicada a cuidar niños abandonados. La iglesia gozaba de una gran popularidad, pero las complicaciones de los madrileños para pronunciar Enkhuizen, hizo que se popularizara como “Virgen de la Inclusa”. 

Reportaje sobre la Inclusa en el semanario Nuevo Mundo del 22-06-1905
Reportaje sobre la Inclusa en el semanario Nuevo Mundo del 22-06-1905

Además de recoger niños, la casa disponía de una habitación para mujeres parturientas, que el vulgo llamaba “carracas”, que era atendida por una comadre. Las criaturas rechazadas pasaban directamente a las salas de expósitos.

La Inclusa cambió numerosas veces de sede. Inicialmente cerca de la Parroquia de San Luis donde la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y de las Angustias inició la recogida de niños. Después, en un hospitalillo establecido en 1586 entre las calles de Carmen y Preciados. Más tarde, en la calle del Soldado [actual Barbieri], en un edificio conocido como Galera Vieja y, a comienzos del siglo XIX, en la calle de Embajadores, su sede más conocida, donde administrativamente fue unida al colegio de niñas de La Paz. Los niños recogidos que sobrevivían permanecían en la Inclusa hasta los siete años. A partir de esa edad, los chicos pasaban al Colegio de los Desamparados, en la calle de Atocha, y las chicas al Colegio de Nuestra Señora de la Paz, anexo a la Inclusa con entrada por la calle Mesón de Paredes. El objetivo en ambos casos era enseñarles un oficio o prepararlas como criadas.

Inicialmente, la Inclusa estaba administrada por una Junta de Damas de la nobleza, que se encargaban de tratar de promover las donaciones y, desde el aspecto operativo, las monjas Hijas de la Caridad eran las que se ocupaban de los cuidados y atención doméstica. Con independencia de limosnas de la Corona y de algunos miembros de la nobleza, en el siglo XVII, se instituyó que el teatro del Príncipe tenía que ceder parte de sus beneficios a la Inclusa, e igual obligación de impuso a la plaza de toros de Madrid. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) y a partir de 1836, la Junta Municipal de Beneficencia se hace cargo de la administración de la Inclusa, aunque la dirección se mantiene encomendada a la Junta de Damas.

Antigua Inclusa de la calle Embajadores
Antigua Inclusa de la calle Embajadores

La clave de la Inclusa y a la vez de sus problemas lo constituían las nodrizas. Las mujeres, madres de los internos en algunas circunstancias y en otras no, que tenían que amamantar a los niños. En ocasiones, recoge Carmen Maceiras, en su tesis doctoral sobre las niñas abandonadas en Madrid, la nodriza recibía la paga directamente de los padres, o de los interesados, o a través de la Inclusa, cuando querían atender al niño, pero mantener el anonimato [la gran mayoría serían hijos ilegítimos], pero en el más común de los casos se trataba de un trabajo remunerado, pero que se pagaba con notabilísimos retrasos. Hay actas de las reuniones de la Junta de Damas de los siglos XVII y XVIII en las que señalan, por ejemplo: “No tener con que dar satisfacción a las amas de mil doscientos cincuenta niños que hay entre los de pecho y destete. Son pobres, instan por lo que se les debe, aunque entretenidas con la esperanza de la breve paga que se les ofreció, por cuya causa no han dejado a las criaturas”. De donde podemos deducir que algunas de las que no cobraran se marchaban dejando en una situación angustiosa a los niños.

Temas que como podemos comprobar no se resuelven. El periodista Florentino Llorente, en un documentado reportaje publicado en el semanario “Nuevo Mundo”, del 10 de enero de 1900, titulado “La Inclusa de Madrid por dentro”, indica: “La causa de la terrible desaparición de los expósitos, no consiste en la falta de higiene dentro de la Inclusa, sino que nace del abuso de hacer criar a una ama dos o tres niños; de no vigilar a los que son llevados a los pueblos, y principalmente de la menguada nutrición que reciben los infelices abandonados que son recluidos en la “sala del biberón”. El mal, señala en otro punto del texto es “imposible que mejore mientras no se pongan al día los pagos a las amas de cría”. Añade un último apunte sobre la llamada “Sala de biberón, en aquella época, prácticamente, una condena a muerte: “[tras ingresar] si hay nodriza disponible, comienza la lactancia del niño, en el establecimiento; sí por desgracia suya todos los puestos están ocupados y no hay posibilidad de enviarlo afuera, pasa a la Sala del biberón, donde le aguarda una muerte lenta a pesar de los esfuerzos del personal que cuida a los desheredados”.

En plena dictadura de Primero de Rivera, en 1926, la Diputación Provincial de Madrid aprobó la construcción de un nuevo edificio en la calle O’Donnell que constituiría el Instituto Provincial de Puericultura, habilitado con salas para 197 niños de pecho y 108 madres lactantes y nodrizas. Inaugurado en 1931, representó el final de la terrible condena a la que habían sido sometidos los niños abandonados de Madrid.