Mis tíos Elisa y Pepe tuvieron una almoneda, en el número 23 de la calle del Almirante, en uno de los bajos, y en el ático tuvieron su vivienda, que abandonaron en su vejez para ingresar en la entonces recientemente inaugurada residencia de mayores Francisco Franco, en la carretera de Colmenar, que estaba considerada como una de las mejores de toda España. Mi tío Pepe era un asiduo del Rastro madrileño desde muy joven. Opositó brillantemente a la RENFE, pero no quiso ascender para trabajar sólo por las mañanas y dedicarse a la compra y venta de muebles, joyas y objetos de regalo. Para ello se asoció a otro productor del Rastro, Leopoldo Moreno, que tenía un tío que se dedicó durante muchos años a la fabricación y reparación de puertas y ventanas.
Cuando mi tío y Leopoldo decidieron constituirse en sociedad lo hicieron con un sistema poco usual, pero para la gente del Rastro era un ejemplo de honradez. Llegaron a un acuerdo, y los sellaron con un apretón de manos, Y así trabajaron durante más de medio siglo sin un sólo problema. Para cubrir la forzada ausencia de mi tío, su esposa, Elisa, hermana mayor de mi madre, entró a sumarse a la plantilla, y pronto demostró unas excelentes cualidades para la compra y venta. El sistema de reparto de beneficios se hacía de una manera original. Las compras se dividían en lotes, en los iban ingresando los ingresos hasta que se llegaba a la amortización de los costes, y a partir de aquí los beneficios del lote se repartían por mitades.
En la RENFE mi tío se hizo famoso por su habilidad en la reparación de relojes. Le ofrecieron ascender en el escalafón, pero siempre rechazó amablemente las ofertas, sin explicar que le era mucho más productivo. La tienda de Almirante tuvo sus mejores años de esplendor en la posguerra. Según me contaba mi tío, acabada la contienda regresaron a Madrid numerosas familias, muchas de ellas de alta situación económica, con parientes que habían sido fusilados, especialmente en los primeros meses de la contienda. Al heredar, había quienes no querían habitar el piso de los parientes, que les llenaban de tristes recuerdos, y vendían muebles y joyas. Mi tío y su socio les ofrecían quedarse con todo lo que no querían, y lo revendían con buenos beneficios. Entre los amigos de la anteguerra se encontraba una figura política que ha pasado a la historia por su heroico comportamiento en el tiempo que ocupó el cargo de Director General de Prisiones. Me refiero a Melchor Rodríguez, anarquista, que a su llegada a las prisiones madrileñas se encontró con presos sin más motivos que su condición de creyentes o su pertenencia a partidos de derecha, que eran sacados de la prisión para ser fusilados en las carreteras próximas a Madrid, y en algunos lugares, como Paracuellos, enterrados en fosas comunes en elevado número. Melchor, con sus correligionarios, metralletas en mano, se enfrentó a los asaltantes, los puso en fuga y salvó muchas vidas. Como la del que llegaría a capitán general Agustín Muñoz Grandes, que se encontró entre los que testificó a favor de Melchor en su juicio terminada la contienda.
Mi tío Pepe y su socio Leopoldo acudían todos los domingos al Rastro, en busca de oportunidades. Pasados los años, yo me ocupaba de llevarles a las primeras Ferias de Antigüedades que se celebraron en Madrid, y recuerdo los lagrimones de mi tía al ver como algunos jarrones que habían pasado por sus manos, sea vendían diez veces más caros que lo que les habían pagado. Han pasado muchos años, y mis tíos ya no están con nosotros, pero me imagino que estarán en el Cielo poniendo en Catálogo los distintos azules sembrados de nubes.