Pídele a cualquier arquitecto de hoy en día que construya una catedral, a ver qué cara te pone. Es un hecho. Hemos avanzado muchísimo con las tecnologías, pero ya no sabemos hacer una catedral como Dios manda.
A comienzos del siglo XVII, en Madrid se estaba creando una ciudad conventual. Por doquier surgían nuevos templos para albergar a las órdenes religiosas venidas de toda España, algunas por partida doble (calzados y descalzos). Para sortear la grave crisis económica de aquel siglo, eufemísticamente llamado de oro, los arquitectos se comían las uñas intentando hacer templos monumentales de bajo coste y apariencia fascinante.
Varios arquitectos religiosos: el hermano Francisco Bautista, Fray Pedro Sánchez, y Fray Lorenzo de San Nicolás, y civiles: Juan Gómez de Mora, los hermanos Del Olmo, etc. se encontraban ante un gran problema, ¿Cómo hacer las cúpulas de las iglesias sin volverse locos y sin que costaran una fortuna?

Fue el hermano Francisco Bautista quien encontró la solución. No sabemos a ciencia cierta cómo dio con la clave, pero yo creo que fue el arte hispano-musulmán el que le puso en el buen camino. Los árabes hispanos habían creado cúpulas de yeso sujetas por armazones de madera y protegidas por tejados. Pero Bautista no quería hacer cúpulas árabes, así que se puso a modular los armazones de troncos hasta que logró ajustarlos a las cúpulas cristianas. Así surgió la cúpula encamonada, una semiesfera de yeso sujeta por un camón o cama de madera.
Es posible que Francisco Bautista conociera también el manual de “Nouvelles inventions” del arquitecto francés Philibert de L´Orme, aunque fue el maestro de arquitectos Fray Lorenzo de San Nicolás quién difundió por España el uso de estas cúpulas en su obra “Arte y uso de la arquitectura” (1639). Pronto se establecieron dos modelos principales, el primero, el que hizo el hermano Bautista en la colegiata de San Isidro (antiguo templo de los jesuitas), introduciendo el armazón de madera en la semiesfera de yeso, dejando que la cúpula fuera visible desde el exterior. El otro modelo partía de un torreón, de base cuadrada, y sujetaba en su interior la semiesfera de yeso con el camón, como en el caso de la iglesia de Las Calatravas, obra de Fray Lorenzo. Todo ello debía protegerse con un tejado de pizarra, de teja o de plomo.

Estas cúpulas llenaron el cielo madrileño, armonizando con los picudos chapiteles de los palacios barrocos. De esta forma, Madrid se llenó de cúpulas y chapiteles que definieron el paisaje de la capital en el Siglo de Oro. Vista desde lejos, la línea del cielo de la Villa y Corte era una espléndida cordillera de agudos picos y redondas lomas.
Es un hecho que una ciudad sin cúpulas pierde los puntos de referencia, se queda sin perspectivas y se hunde en la monotonía. La cúpula, símbolo de la bóveda celeste debía estar presente en la capital del imperio español y católico.
La genialidad del barroco madrileño no está únicamente en las formas orgánicas desbordantes creadas por Pedro de Ribera y José Benito de Churriguera. Está también en la ingeniosidad para hacer obras monumentales con materiales muy económicos. Con yeso, madera y ladrillos se hicieron la mayor parte de los monumentos barrocos de Madrid, y esto tiene un valor añadido impresionante, porque fueron la mente humana y la mano artesana las que tuvieron que competir, en su humildad, con las riquísimas iglesias italianas y francesas llenas de materiales lujosos como los mármoles y los bronces. Los madrileños demostraron al mundo que un material sencillo y barato como el yeso servía para crear belleza, e hicieron con yeso hasta las cúpulas de las iglesias. ¡Y no se han caído! Ahí siguen cuatro siglos después.