Poéticas de la inteligencia

Rosario Castellanos: albedrío de la palabra

Hablar de Rosario Castellanos es hablar de una mujer que convirtió su vida en literatura y su literatura en un acto de resistencia. Desde su primera juventud, Castellanos entendió que, en un México dominado por estructuras masculinas, la crítica debía hacerse desde el único sitio que no podía serle negado: la palabra escrita.

En su libro Declaración de fe, Rosario parte de una convicción feroz: en México no existe aún una cultura femenina. No porque la mujer no pueda crearla, sino porque se le ha enseñado a aceptar su posición de inferioridad sin discusión. “La protesta feminista no ha sido nunca declarada y franca”, señala con la lucidez que marcaría toda su obra. Esta reflexión inicial no sólo es un diagnóstico social, sino también un programa de vida: escribir sería, para ella, la manera de construir ese pensamiento ausente.

Su vida y su obra, como subraya Elena Poniatowska, son indisociables. Desde su infancia en Comitán, Chiapas, Rosario fue testigo de profundas desigualdades, tanto de género como de clase. Esta conciencia temprana nutrió su poesía, que no se limita a la belleza formal, sino que se erige en denuncia y en búsqueda de justicia.

Los primeros pasos de Castellanos en el mundo literario fueron a través de la poesía. Obras como Trayectoria de polvo y Apuntes para una declaración de fe (1948), así como De la vigilia estéril (1950), ya muestran a una voz que, desde la intimidad, cuestiona la condición humana y la condición femenina en una cultura antropocéntrica.

Su poema Agonía fuera del muro es ejemplar en este sentido:

“Miro las herramientas,
El mundo que los hombres hacen, donde se afanan,
Sudan, paren, cohabitan.
El cuerpo de los hombres prensado por los días,
Su noche de ronquido y de zarpazo
Y las encrucijadas en que se reconocen.
Hay ceguera y el hambre los alumbra
Y la necesidad, más dura que metales.”

Aquí, Castellanos despliega una mirada que no sólo observa, sino que comprende desde la otredad: fuera del muro, desde el margen donde la mujer es colocada, ella ve el esfuerzo, la alienación y la miseria de los hombres también atrapados en su rol. Su palabra es un testimonio de la agonía común, pero también de la esperanza de esa otra forma de existencia.

Para Rosario, la vida humana se desenvuelve entre universalidad e individualidad, entre la historia que nos precede y la que cada quien forja. La autonomía y la poesía son dos caminos para ganar la existencia, para humanizar el mundo. Y esa humanización, esa construcción amorosa del hogar que ella soñaba, sólo podía lograrse con la palabra: palabra de mujer, palabra que devela y construye, palabra que lucha y revela.

Rosario Castellanos no sólo fue una escritora profundamente consciente de su tiempo y su condición, sino también una crítica aguda de los discursos que pretendían explicar —y con ello clausurar— la complejidad de la identidad mexicana. En sus ensayos, se revela su escepticismo frente a los enfoques deterministas que, desde la psicología o el folclore, pretendían encapsular el alma nacional. En uno de sus textos más lúcidos afirma: “Pero yo olfateo en todos estos enfoques no tanto la necesidad de alcanzar el conocimiento puro sino el afán más turbio y más inmediato: el de justificarnos”.

Este juicio desmonta una parte del discurso nacionalista de su época, en el que ciertos intelectuales insistían en definir al mexicano desde una supuesta esencia melancólica. Rosario rechaza esa idea de una “tristeza inherente” como clave del carácter colectivo. En su poema Límite, responde desde la intimidad de su voz lírica:

“Aquí, bajo esta rama, puedes hablar de amor.
Más allá es la ley, es la necesidad,
la pista de la fuerza, el coto del terror,
el feudo del castigo.
Más allá, no.”

Con una precisión que estremece, delimita un espacio donde aún es posible el encuentro afectivo, pero también advierte sobre la amenaza del poder, la violencia y el castigo que aguardan fuera de ese refugio íntimo. El amor y la palabra, para Castellanos, son formas de resistencia frente a lo institucional, frente a la ley que oprime y define.

Su vínculo con la tierra —con su tierra, Chiapas— no es meramente geográfico. En Rosario, la tierra es raíz, es cuerpo, es matriz simbólica. Es a partir de ese entorno agreste, rústico, aparentemente marginal, que su poesía eleva lo telúrico a un plano de espiritualidad. En sus versos, el paisaje no es escenario, es protagonista. Desde ese mundo rural y silenciado, Rosario elabora un imaginario poético donde lo divino no se manifiesta desde lo trascendente sino desde lo inmanente: en el polvo, en la sombra, en el temblor humano de quien observa y siente.

En su escritura, lo divino no llega desde las alturas, sino que emerge desde el delirio ante la realidad, desde la grieta por donde irrumpe lo sagrado. Como ella misma sugiere, es en esa ruptura de la superficie donde “comienzan a aparecer las formas, las figuras, donde aparecen los dioses como una forma de trato con la realidad”.

Esta espiritualidad sin dogmas, profundamente enraizada en la experiencia humana, transforma su poesía en una forma de conocimiento. Un conocimiento que no pretende definir al mundo, sino habitarlo con respeto, con cuidado, con una ternura crítica que observa, cuestiona y nombra. 

Su obra sigue siendo brújula en tiempos donde las palabras vuelven a ser campo de batalla. Y su voz, encarnada en cada verso, nos vuelve a mostrar que señalar el mundo —con todo el peso de la historia y del cuerpo— es un esencial acto de libertad.