¿Somos los mismos cuando comenzamos a escribir un poema que cuando lo terminamos?
La pregunta parece sencilla, pero encierra una de las paradojas más antiguas del pensamiento humano. Heráclito, el oscuro de Éfeso, lo intuyó con su sentencia inmortal: nadie se baña dos veces en el mismo río, porque ni el río ni quien se sumerge son ya los mismos. El tiempo no fluye, nos arrastra; no pasa, nos transforma.
Borges, desde su propio laberinto, escribió: “Un laberinto de símbolos… un laberinto de tiempo invisible.” Quizá toda escritura es eso: un intento por encontrar la salida del laberinto, sabiendo de antemano que no la hay. Cada palabra que dejamos sobre la página se vuelve un fragmento de ese tiempo invisible, una huella que no pertenece del todo ni al pasado ni al presente. El poema, entonces, no se escribe: ocurre. Nos atraviesa como el río que no cesa, como la corriente que no vuelve.
En mi poema escribí:
Pero la letra se gasta como piedra,
el instante es tiempo,
el sol tierra,
el pensamiento sangre,
el pájaro corriente,
el agua curso que no vuelve
y anticipa su trayectoria irrevocable.
La letra, como el cuerpo, se erosiona. Lo que parece permanecer —una palabra, una imagen, una memoria— es solo la forma visible de algo que ya está transformándose. El poema no busca detener el tiempo, sino revelar su transcurso. En cada verso, algo de nosotros muere y algo nace. La escritura es el espacio donde la identidad se disuelve para volver a ser otra.
Goethe advirtió: “Qué insensato es el hombre que deja transcurrir el tiempo estérilmente.” Quizá porque sabía que el tiempo no es una sustancia que se pierde, sino un diálogo que se interrumpe. No existe el instante estéril cuando se habita el tiempo con conciencia. Y la poesía —esa manera de habitar el instante— nos enseña a mirar la duración desde su transparencia: el tiempo es lo que somos mientras se nos escapa.
Borges, una vez más, nos ofrece la medida íntima de esa fugacidad: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.” En esa frase cabe la vida entera. El tiempo no es una abstracción: es una forma de amar, de recordar, de escribir. Su medida es humana.
No importa —como advertía el filósofo de la ciencia J. D. Bernal— cuán exótica se vuelva la civilización, cuán compleja sea la relación entre la máquina y el hombre: siempre habrá interludios de solitario poder en los que el curso de la humanidad depende del acto simple, casi invisible, de un individuo. Escribir un poema puede ser uno de esos actos. No transforma el mundo, pero transforma el modo en que lo miramos; y esa transformación basta para que el mundo sea otro.
¿Somos los mismos cuando comenzamos a escribir un poema que cuando lo terminamos? No. Porque en el transcurso de la palabra hemos cruzado un río invisible, y al otro lado nos espera un reflejo distinto del mismo rostro. El poema no termina nunca: continúa fluyendo, como el tiempo, dentro de nosotros.