La contracción de “a el” del título abre desde el principio una doble significación: es una dedicatoria al sustantivo que le sigue, “espejo”, y a la vez un recorrido paralelo a él, visto como de reojo, a parejas del “tiempo”. Es ese resbalar de sentidos entre lo sólido y lo líquido lo que marca el libro. ¿Cómo situar al tiempo, que es flujo, en posibilidad de reflejo? Porque un espejo es la fijación muda, el enclaustramiento, mientras que el tiempo es la materia misma de la existencia, su fluir. Podríamos enmarcar en las palabras del título de este texto, tomadas del poema “Traslaciones cotidianas”, el sentido de este libro, tan escapándose siempre y a la vez tan cargado de “metales pesados”, como dice en un poema que recuerda al valenciano Carlos Marzal. La persistencia de la vida frente al aniquilamiento cotidiano, y también, en otro sentido, continuo, persistente, de la amenaza de la muerte, identificada con la noche, materia de lo inquietante y lo indefinido..
En ese sentido, el espejo del título puede ser por un lado el espacio exterior, pero también azogue, un espejo negro en el que el yo se enfrenta a su aniquilamiento. Es decir, no es el reflejo fiel de lo que está de este lado sino la atracción del abismo, la inmersión en lo desconocido. Veamos algunos poemas. En “Naufragio”, el espejo es la certidumbre de la muerte. Frente a ello, todo sucede entre brumas: el olor animal (la imagen de “bestia húmeda” es muy fuerte), el temor de la noche, el fondo (abismal) de la intemperie. En “Antes de irte”, por ejemplo, “la llovizna (con sus hilos de viento en el verso anterior) de espectros” se manifiesta como la incertidumbre en una serie de golpes. Hay una identidad del yo con la noche y también con la nada, frente a la retórica impuesta (más abajo dice “laberinto interminable de relojes”) de quien habla como testigo. El espejo, de nuevo, de lo exterior (noche, pero también a veces el día), en donde quien llega a ser atrapado o atraído (hay varias referencias a lo largo del libro a los astros, un ejemplo de ello en la cita de Novalis); y quien avanza (en espacio y tiempo) queda asido a fragmentos, disgregaciones, ráfagas, andrajos, harapos, desgarros.
Ya mencioné la retórica. Si una figura del lenguaje rige la escritura de Beatriz Saavedra Gastélum ésta es el oxímoron, el acercamiento hasta su fusión, de términos opuesto, y regresamos al título de nuevo: “enclaustrado fluir”. Así, sus poemas están llenos de de proposiciones oximorónicas: para mencionar unas pocas, además del título: viento petrificado, fecha abstracta, laberinto de relojes, sustancia infame, corriendo en demora, paria amorosa, testigo indescifrable. “Tránsito en duermevela”, dice en el poema “Forma propia”, y antes: “la espera es un naufragio al que no llega nada.”
En ese sentido, los poemas de este libro proponen situaciones disgregadas, apuestas al vacío, esfuerzos a lo impotente, siempre en espacios abstractos a pesar de indicaciones precisas casi nunca asibles ni tampoco asimilables, como si el poema fuera el espacio en el que se expresara la disolución, de tal manera que el libro está lleno de muros indecisos, noche a tientas (recogida y recorrida) en donde el sueño es una extensión de marea negra, las persianas son ráfagas, en una manifestación de amenaza hacia sí misma, tanto para la escritora como para la autora (no son sinónimos), desdobladas ambas en un afuera, por ejemplo en las sábanas o la almohada, dos objetos que se repiten y que son a la vez materia tangible y en proceso de disolución.
Casi todos los elementos que Saavedra presenta participan de esa tensión disolvente, y el conjunto produce una experiencia en la que todo se escapa de los dedos y de la vista. Lo que se afirma se disgrega, como si aquello que se concentra con un esfuerzo infinito, inmediatamente se dispersara. Se produce así un plasma en donde la materia se mueve como una densidad licuada. Veamos dos ejemplos. En lo que podríamos llamar interioridad, la sangre —un elemento que a lo largo del libro marca extrañeza— lo mismo es materialización de la arena que circulación corporal y finalmente, también, proyección hacia esa dualidad que forman noche y espejo: “la sangre se filtra en el espejo ciego”. Y en la exterioridad, el relámpago es símbolo de lo que fulgura, pero a la vez es la imposibilidad de ser asido, algo que a la vez constata la materialidad de la noche y confirma la imposibilidad de habitarla: “siembro el relámpago tenaz en todas partes”. El relámpago es la sangre, la sangre es el relámpago, y toca a quien lee asimilar este estallido. El relámpago sangriento y la sangre relampagueante regresan como iluminación y materia, como lo tocable inalcanzable.
Hay que destacar, desde esta perspectiva aniquilante, la consistencia de lo erótico en muchos de los poemas, en una afirmación de corporalidad y deseo que producen una reversión de lo sólido que, paradójicamente, hace que sean las sombras sean las que palpitan y los cuerpos sus proyecciones, marcando poco a poco, a tientas, finalmente, la afirmación de un yo en una “hora guerrera”, siendo ella, en su voz, “certera y tajante”, definiéndose, frente a los “lazos invisibles”, en uno de los momentos más asertivos del libro, así: “soy látigo / soy rienda”. Es decir, a la vez dirección y afirmación, en una metáfora caballar, frente a la ecuación entre la “palabra de hombre” y una “ciudad a la deriva”.
Se logra así, a final de cuentas, en el recorrido que este libro hace, una afirmación de la consistencia en donde los objetos alcanzan solidez descriptiva, voluntad de cuerpo y unidad, a pesar de la presión que tiende a lo contrario. Y aunque siempre amenaza la disipación, la disolución, la inconsistencia, el lenguaje mismo propone elementos con qué resistirla, como si la palabra fuera a la vez el enfrentamiento a la debilidad y la resolución de la acción.