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Ortodoxia y herejía

La palabra ortodoxia tiene que ver etimológicamente con la opinión recta, que es la que conviene al poder en un momento determinado. En un principio, al ortodoxo no se oponía el heterodoxo, sino el hereje, término que viene del griego hairetikós, que designa al que se permite la libertad de elegir. Dentro de la tradición cristiana, el acta de nacimiento de la herejía lo constituye la Primera epístola a los Corintios (caps. 11 y 19), en la que, según el texto latino de la Vulgata, se dice: “Audio cisuras inter vos, et ex parte credo, nam oportet et haereses esse, ut et qui probati sunt, manifesti fiant in vobis”. Esta “conveniencia de que haya herejes”, de la que hablan los sucesivos comentaristas paulinos, desde Cipriano de Cartago hasta Bernardo de Claraval, pasando por Agustín de Hipona e Isidoro de Sevilla, se basa en la consolidación de la herejía como prueba de los creyentes, según la cual la disidencia frente al dogma contribuye a hacer más clara la doctrina (“El carbón se quema a sí mismo, pero purifica el oro. Así conviene que dentro de la Iglesia haya herejes, hipócritas y cismáticos; se queman a sí mismos, pero purifican la Iglesia como el oro”, dice el Beato de Liébana en su “Comentario al Apocalipsis de San Juan”). De acuerdo con esta metáfora alquímica, la herejía no destaca por su solidez inamovible, sino por la transformación peculiar de sus doctrinas, cuya ruptura frente a lo establecido no hace más que afirmar la libertad singular de todo pensamiento (“Todos los heréticos hasta nuestros días se han propuesto adquirir la gloria a los ojos de los hombres gracias a la singularidad de sus doctrinas”, señala Bernardo de Claraval en su Sermón 65, perteneciente a los Sermones sobre el Cantar de los Cantares). De este modo, la visión de la herejía como “una secta que sigue una palabra distinta”, según palabras de San Agustín, revela no sólo la separación entre cuerpo y espíritu, la caridad sería fruto del espíritu mientras que la herejía lo sería de la carne, sino también una defensa firme de la fe, lo cual lleva a una demonización de lo herético, según la cual los herejes aparecen como los soldados de Satanás, y a una escenificación progresiva de la ortodoxia en las distintas reuniones conciliares. La lucha contra la herejía, desde su disidencia constitutiva, supone una apertura al otro (“Todo el fondo del problema estriba en esto: en dejar de querer lo que yo quería y en comenzar a querer lo que querías tú”, escribe San Agustín en las Confesiones), de manera que la herejía, al surgir de la introspección psicológica, va más allá del tratamiento hagiográfico y se presenta, dentro de un mundo fragmentado por las diferentes discrepancias doctrinales, como un proceso de reunificación de lo diverso frente a la identidad dogmática. Teniendo en cuenta que la herejía no se produce por la eliminación de la fe, sino por la búsqueda de una religiosidad más auténtica que la oficial (“El hereje se considera a sí mismo fiel a un cristianismo que percibe como más auténtico que el sustentado por las autoridades con las que se enfrenta”, señala Emilio Mitre en Ortodoxia y Herejía entre la Antigüedad y el Medioevo), dicha búsqueda es una respuesta individual llevada a su punto más extremo. Y así, frente a la ortodoxia, que excluye cuanto le es extraño y necesita para perdurar de lo ritual, la herejía se caracteriza por su capacidad de adaptación a contextos distintos y por su elaboración de un lenguaje cambiante y ambiguo, que permite leer el mundo en su complejidad.

    El lenguaje congelado de la ideología, al que Adorno ha llamado “la jerga de la autenticidad”, actúa sobre la realidad etiquetándola y no dejándola discurrir libremente. Y lo que hace la palabra poética, rebelde y herética por naturaleza, es desenmascarar todo aquello que inmoviliza al lenguaje. En el fondo, la herejía no es más que una denuncia de los mecanismos de represión que operan a lo largo de la historia y en todo tipo de ideologías. Así lo vemos en todo lo relacionado con la conquista de América, que, lejos de exaltar el relato épico de los vencedores, se ha convertido, según Alfonso Reyes, en “la memoria de los desmemoriados”. Frente a un cronista como Bernal Díaz del Castillo, que, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, se esfuerza en contar su propia historia y hazañas, lo que hace Hernán Cortés, en sus Cartas de relación, es construir un relato como ficción, siguiendo las convenciones del género caballeresco, tan de moda entre los conquistadores, y haciendo que lo increíble resulte creíble, que lo falso aparezca como verdadero. La crónica de la violencia desproporcionada, que hace Bartolomé de las Casas en su Breve relación de la destrucción de las Indias (“Yo vide todas las cosas arriba dichas y muchas otras infinitas”), irrumpiendo en la escritura como testigo de los hechos, forma parte de un acto de resistencia frente a la represión y al engaño de la expansión colonial (“A la humillación de la derrota seguirá la confiscación de la palabra y la instauración de un brutal proceso de colonización. El silencio impuesto a quienes vieron desaparecer su mundo”, afirma Enrique Díaz Álvarez en La palabra que aparece). Esta posibilidad de la palabra para dar cuenta de lo que ha sido borrado por el discurso oficial, de la que hablan tanto Carlos Fuentes en Valiente mundo nuevo (1990), como Miguel León Portilla en Visión de los vencidos (2016), no hace más que ofrecernos una imagen invertida de la conquista, en la que la escritura va unida a la violencia imperial, según revelan los símbolos del oro, la espada y la cruz. No es fácil liberarse de los restos de una memoria opresora, pero lo que produce aquí el desencanto no es la violencia del sacrificio ritual, que asegura la continuidad de la vida, sino la pérdida del sentido sagrado, cuya visión del origen ha quedado suspendida como pura virtualidad. El reconocimiento de esa tierra mítica, a la que los conquistadores trasplantaron los signos represivos del “dogma y el poder”, tal vez sólo sea posible a partir de una auténtica y sostenida reconciliación entre la memoria y el olvido, entre el deseo que sueña en su expansión ilimitada y la palabra que dice lo que deberá seguir siendo.

    Desde su comienzo sombrío hasta su máxima exaltación, el dictador ha conquistado a las masas mediante una exhibición de títulos, uniformes y paradas militares, prefiriendo el orden a la libertad y apoyándose en una obediencia ciega. Si lo que distingue a la historia alemana es la separación de espíritu y Estado (“He encontrado con frecuencia un dolor amargo al pensar en el pueblo alemán, que tan digno es en lo individual y tan mísero en su conjunto”, había dicho Goethe), lo que trae el régimen nazi, a partir de 1932, es el mandato y la espada para conseguir la victoria, es decir, una férrea voluntad de organización, apoyada en la superioridad de la raza aria, el deseo de gobernar el mundo y el constante aplauso. Una parte de ese sentimiento unitario, que intenta levantar a un pueblo desde la derrota hasta las alturas, está presente en las óperas de Wagner, de las que Hitler fue un apasionado defensor, pues lo que éste busca con el poder iluminador de la música, es olvidar su limitación. Consciente del efecto de la apariencia sobre la masa, se valió del “fantasma comunista” para destacar como salvador del orden y de la pomposidad de la retórica para dominar a la multitud. De ahí que en un tiempo lleno de oprobio y de miseria, como el vivido entre las dos guerras mundiales, la palabra se vista con nuevos disfraces y trabaje siempre en la sombra, tratando de aplastar cuanto sale a su paso por la conquista, la violencia y la amenaza. Más esa palabra silenciada, marcada por la relación entre la música y la muerte (“Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán / grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire / así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí más estrecho”, nos dice Paul Celan en su poema “Fuga de muerte”, de su libro La arena de las urnas), cuya organización musical se basa en un tango titulado “Plegaria”, de Eduardo Bianco, que éste interpretó con su orquesta ante Hitler en Berlín, donde fue grabado en 1939, y que fue repetido durante las ejecuciones en los campos de concentración, forma parte de una lengua que se sustrae a cualquier imposición y sobrevive a todas las pérdidas. Esa palabra solitaria pretende alcanzar la plenitud (“Es en la soledad donde alcanzamos una conciencia plena de nuestra imposibilidad de desesperar”, afirma Massimo Cacciari en Soledad acogedora), pues sólo la palabra poética y musical, al transitar entre lo decible y lo indecible, se muestra como el camino más adecuado para hablar del más allá, para hacer de la experiencia de la muerte el medio de franquear lo infranqueable, de expresar lo inexpresable en las huellas del tiempo aún no cumplido.

    Frente a los dogmas excluyentes de la ortodoxia, que se apoya en la repetición de ritos y estructuras invariables a lo largo del tiempo, la herejía sobrevive como transgresión individual de lo establecido. Por eso, mientras la utopía es cambiante y va ligada al presentimiento de un porvenir, que anticipa la visión del futuro que aún nos aguarda, la ortodoxia forma parte de lo normativo, del canon como posición de poder, que se ha convertido en una noción funesta y nefasta, funesta por su arbitrariedad y nefasta por su reduccionismo. Y si el lenguaje es el dominio del mundo, sólo a través de la palabra, de su carácter herético y transgresor (“En nuestro tiempo la idea de herejía se ha desvanecido. Pero la palabra sigue viva para referirse a los que se apartan de las reglas escritas o no escritas”, leemos en el libro Herejes, de Antonio Pau), puede recuperarse el sentido perdido. Desde su disidencia, la herejía obliga a poner en duda las ideas generalmente aceptadas y la palabra poética, con su rebeldía y transgresión, no sólo salta por encima de todo límite, intercambiando lo finito y lo infinito en el juego dialéctico de la contradicción, sino que, al poner todo en tela de juicio, lleva el lenguaje hasta el extremo de lo posible, hacia esa huella invisible de la muerte que promete una inmortalidad. 

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