Mercedes Barraqueta y Marino Pelayo eran un matrimonio de años que acababa de disfrutar del reloj del carrillón del Edificio Plus Ultra, en inmediaciones de la Plaza de las Cortes, cuando, movidos por quién sabe qué impulso, decidieron afincarse en un coqueto restaurante cuyas paredes estaban plagadas de peinetas españolas.
A punto de pedir una bebida y de disfrutar una deliciosa comida, tocaron un tema que estaba en boga y en la boca de todos: la inteligencia artificial.
—Es una herramienta más —afirmó Mercedes Barraqueta, profesora y académica experta en un sinfín de cosas, excepto en cocinar.
—¿Y qué opinas de su rol en las artes? —interrogó Marino Pelayo, quien por entonces trataba de superar su mal hábito de ponerse la mano en la cara al hablar.
—Me da igual quién escriba o pinte qué —afirmó ella—, mientras me plazca y me guste, lo mismo leo a Cervantes que a una máquina cualquiera.
—Pero —trató de persuadir el hombre—, hay quien incluso publica obras hechas por computador y las presenta como suyas.
Mercedes Barraqueta, que en ese instante cortaba en dos una exquisita tortilla de patatas, subió los hombros e hizo un ademán desinteresado.
—Me sorprendes —le dijo Marino Pelayo—, no esperaba tan poca reacción de una académica como tú.
En ese instante, tras un silencio simbólico, Marino Pelayo, que era un escritor aficionado y un experimentado pintor, le aclaró:
—No será lo mismo, pues, que tú le pidas a una máquina que te escriba un cuento y tú te limites a darle una instrucción; o que, dada la genialidad de otros, le indiques que te haga un cuadro al estilo de Goya o de Velázquez, y pretendas que ello pase por tu autoría.
Comenzó entonces un debate histórico, en el cual la profesora explicaba que, si esa visión se hubiese tenido que aplicar a lo largo del tiempo, hoy seguiríamos moviéndonos con carretas y todavía maquetaríamos los periódicos cortando papeles y pegando titulares. Mercedes Barraqueta dijo más, e indicó que el proceso iniciado en 1440 por Gutenberg era solo el primer paso en una tecnificación que era imparable.
—¡Pero nos volveremos tontos! —espetó Marino Pelayo, y dio como ejemplo la calculadora, indicando con nombre y apellido los compañeros suyos que la habían usado indiscriminadamente y el poco seso que les había quedado.
El pintor dio un sorbo a su tinto de verano y refirió que esa tramoya de la tecnología y el cachivache era parte de un ciclo profano por el cual ahora todos éramos esclavos de las pantallitas de los móviles y los ordenadores.
—Por el contrario —retrucó Mercedes Barraqueta—, es una herramienta más, que democratiza un sinfín de cosas.
Tras mucho dialogar, mientras afuera iban y venían los centenares de turistas que a diario recorrían las calles de Madrid, en tanto se acomodaban y escapaban los manteros que lo mismo vendían camisetas deportivas que abanicos o carteras de imitación, concluyeron que la tecnología podía ser, en efecto, un gran aliado, pero no pudieron hallar coincidencia en que el arte hecho por ordenador tenga la misma valía que el arte hecho por un ser de carne y hueso.
—Pues tendrán que poner en algún lado: «hecho sin IA», como si se tratase de un producto handmade —refirió resignado Marino Pelayo.
—Muy posible —respondió Mercedes Barraqueta—, y será el usuario final el que decida qué le gusta más.
Aquella noche, ambos dormirían con la sensación de que no todo estaba bien, quizás porque, en el fondo, no les preocupaban los pormenores de forma de la vida, sino los egoísmos de fondo que tenía la humanidad.
—Dependerá del uso que le dé la humanidad para saber si es buena o mala —dijo en voz baja ella, segundos antes de dormir.
—Entonces estamos perdidos —le respondió él en un susurro que nadie escuchó.
Relato hecho sin IA.