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El Padre Mariano y los curas de posguerra

La muerte del Papa Francisco, que ha impresionado a todo el mundo, me hace evocar mi infancia en la posguerra, y antes, la terrible matanza de sacerdotes, religiosos y monjas en la guerra civil, que acabó con la vida de centenares de personas, cuyo delito fue creer y amar a Dios. El jardín de mi casa, en la calle de don Ramón de la Cruz, estaba separada por un muro de la parte trasera de la Iglesia de los dominicos en la calle de Conde de Peñalver, antes Torrijos. Al comienzo de la guerra civil, en julio de 1936, los sacerdotes saltaron el muro, y salieron a la calle vestidos de seglar, buscando refugio para escapar de la muerte. Pero hubo un dominico que se quedó en el barrio, el padre Peña, que vendía aleluyas por la calle sin que nadie le denunciara.

Después de la guerra los sacerdotes y monjas pasaron de estar perseguidos a volver a integrarse en la sociedad. Los dominicos regresaron a su iglesia, mientras los Seminarios se llenaban de gentes que se preparaban para el sacerdocio, la inmensa mayoría por razones vocacionales, mientras en el mundo rural algunos buscaban en el sacerdocio una salida para la pobreza.

Las Iglesias se llenaban, en unos casos para agradecer haber salvado la vida, en otros para pedir por sus familiares fallecidos, y los que se habían distinguido por su republicanismo para que les vieran acudir a Misa para evitar represalias. Había quienes se hacían visibles a la entrada y salida del templo, y durante la Misa se situaban en las últimas filas sin demasiado fervor religioso.

Los dominicos volvieron a su Iglesia. La conocida como Orden de Predicadores tenía grandes oradores en sus filas. Uno de los más destacados era el Padre Sancho. Yo le recuerdo subiendo al público, durante la Misa, en las mañanas de domingo donde por las tardes la gente acudía en masa al Chamartín o al Metropolitano para ver jugar al Real Madrid o al Atlético, entonces, y durante diez años, Atlético Aviación. El Padre Sancho se quejaba de que estaba seguro de que los hombres que  se encontraban en el templo sabían de memoria las alineaciones de sus equipos, y, sin embargo, no podrían decir los nombres de los doce apóstoles. Pero se olvidaba de añadir que las alineaciones salían en los periódicos, mientras que los nombres de los Apóstoles había que buscarlos en la Historia Sagrada.

Pero el más popular de los sacerdotes era, sin duda, el Padre Mariano. Con la cabeza rapada, y un rostro lleno de bondad, era el preferido de los hombres que se acercaban al confesionario.. Uno llegaba a la iglesia, y de los diez o doce confesionarios apenas había fieles, salvo en el del Padre Mariano, con una larga cola. Las confesiones con él eran rápidas, y salíamos con la satisfacción de habernos quitado un peso de encima. Como me dijo una vez mi maestra doña Rita: ”te daban ganas de saltar una zapateta”. 

Cuando me casé me confesaba con el Padre Mariano siempre que podía. Hasta que encontré al Padre Benito Ocho, un navarro de Oyarzun que pasó casi toda su vida sacerdotal en la Iglesia de los Jerónimos, donde casó a mi hija Arancha y a mi hijo Alberto, y ahora refugia su vejez en la Residencia de sacerdotes ancianos de la calle de San Bernardo. Pero no me he olvidado del Padre Mariano, el más rápido en perdonar mis pecados.

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