Venezuela fue, no hace tanto, el motor energético de América Latina. En los años noventa, producía más de tres millones de barriles diarios, exportaba petróleo a medio planeta y mantenía una clase media robusta. Pero el sueño petrolero se convirtió en una pesadilla: expropiaciones masivas, destrucción de la industria, una corrupción sin precedentes y una devaluación monetaria de dimensiones históricas han dejado tras de sí un país devastado. Lo que ocurre en Venezuela ya no es solo una crisis nacional, sino el epicentro de una amenaza política, social y criminal que desborda sus fronteras y sacude a toda la región.
Un país arrasado para controlar a la población
Venezuela pasó en menos de veinte años de ser un país en crecimiento, con indicadores sociales en alza, a vivir bajo un modelo económico y político que muchos expertos describen como diseñado deliberadamente para quebrar cualquier autonomía social. En el año 2000, el 70% de los venezolanos formaban parte de la clase media y apenas el 25% vivía en pobreza. Hoy, el 80 % está en situación de pobreza, y más del 50% en pobreza extrema.
Según la FAO, al menos cinco millones de personas sufren hambre y el 30% de los niños menores de cinco años presentan retraso en su crecimiento por desnutrición crónica. No es una crisis espontánea: el hambre y la ruina económica se han convertido en instrumentos de control para someter a la población y mantener el poder político.
Expropiaciones y desaparición de la economía productiva
Entre 1999 y 2019, el Estado venezolano ejecutó más de 5.000 expropiaciones, afectando sectores como la industria, la banca, el comercio y la producción agrícola. Además, se confiscaron más de 4 millones de hectáreas de tierras productivas, el equivalente a toda la superficie de las comunidades de Madrid y Cataluña juntas.
Estas acciones destruyeron el tejido productivo del país. La industria local quedó paralizada, miles de empresas cerraron y la economía pasó a depender de importaciones y redes informales de subsistencia.
Escuelas sin maestros, hospitales sin agua
El impacto de esta ruina es palpable en cada servicio esencial. El sistema educativo agoniza. Los docentes venezolanos perciben sueldos que rondan los 8 dólares mensuales, obligándolos a trabajar en otros oficios para sobrevivir. El 74% de los maestros ha abandonado las aulas, y las universidades han perdido hasta un 60% de su matrícula. La mitad de los profesores universitarios ha emigrado o migrado hacia la enseñanza privada.
En el sector salud, la devastación es extrema. Más del 60% de los hospitales no dispone de agua potable, apenas un 31% funciona las 24 horas, y el desabastecimiento de insumos quirúrgicos supera el 70%. Enfermedades antes controladas han vuelto con fuerza, y muchos hospitales operan sin anestesia, equipos básicos o electricidad estable.
Una moneda pulverizada
La catástrofe también se refleja en la moneda. El bolívar ha sido objeto de tres reconversiones monetarias en apenas quince años, borrando un total de 14 ceros de su denominación. Para dimensionar la magnitud del derrumbe: en 1998, un dólar costaba 570 bolívares. Hoy, tras la hiperinflación, ese mismo dólar equivale a 12.000 billones de bolívares de entonces.
A pesar de haber alcanzado ingresos petroleros históricos, el país hoy ostenta uno de los salarios mínimos más bajos del mundo, alrededor de 1,5 dólares mensuales que con los bonos alcanza los 130 dólares, frente a un costo de vida que supera los 860 dólares mensuales solo para cubrir necesidades básicas.
El saqueo del petróleo: la herida más profunda
La destrucción de la industria petrolera es uno de los capítulos más dramáticos de la crisis venezolana. En 1998, PDVSA —la estatal petrolera— producía 3,7 millones de barriles diarios y proyectaba superar los 5,5 millones. En 2024, esa cifra ha caído a menos de un millón de barriles diarios.
Venezuela, que llegó a poseer hasta 20 refinerías repartidas por el mundo, ni siquiera es capaz hoy de abastecer su mercado interno de combustible. Millones de ciudadanos cocinan con leña en un país que ostenta las mayores reservas de petróleo y gas del planeta.
Esta debacle no fue solo el resultado de sanciones o del entorno internacional. La purga de 20.000 técnicos y profesionales especializados en PDVSA tras el paro petrolero de 2002-2003 desmanteló el corazón técnico de la industria. A ello se sumó una corrupción sistémica: entre 2009 y 2019, se esfumaron más de un millón de millones de dólares en despilfarro y redes de corrupción, una cifra escalofriante que habría bastado para reconstruir el país varias veces.
Un epicentro hemisférico de crisis
La crisis venezolana ya no es solo un drama interno. Es un fenómeno que sacude a toda la región. Millones de migrantes venezolanos han desbordado las capacidades de acogida de países vecinos, han tensionado sistemas sanitarios, laborales y sociales en Sudamérica y Europa, y han dado lugar a redes criminales que trascienden las fronteras.
El Estado venezolano es acusado de mantener vínculos con organizaciones criminales como las FARC, el ELN, Hezbollah, y de convertirse en un epicentro del tráfico de drogas, metales preciosos y lavado de activos. Mientras la población se hunde en la miseria, el régimen ha tejido relaciones internacionales con Rusia, Irán y China, consolidando alianzas que refuerzan su permanencia en el poder pese al colapso interno.
¿Es posible la reconstrucción de Venezuela?
La reconstrucción de Venezuela no depende únicamente de petróleo o dinero. Exige instituciones sólidas, libertad, justicia independiente y confianza en el futuro. Pero mientras el régimen utilice el hambre y la pobreza como instrumentos de control, y mientras la economía criminal siga nutriendo las estructuras de poder, el abismo seguirá tragándose al país.
Hoy, Venezuela sigue siendo una nación inmensamente rica bajo tierra… pero convertida en una cárcel de hambre sobre la superficie.