Un gallego en la galaxia

Extraños en la tierra

Hay días que, por razones del azar o necesidades de la vida, nos obligan a adentrarnos en el laberinto del mundo y nos lo desvelan como algo enigmático por ignoto y recurrente. Esta vez el despertador no fue la primera luz del alba emitiendo su luminoso llamado a la empresa humana necesaria, incierta e interminable. No. Esta vez había programado el móvil para que me alarmara con su puntualidad atómica. Pero como ese sonido es una lija bruta en lo más sensible de mis nervios, mi ansioso cronómetro interior casi siempre me sobresalta antes de la hora para evitarme esa tortura. Y así empezó la aventura, propulsada por una simple cita previa en la comisaría de policía de Ribeira para actualizar mi DNI, cuya dirección domiciliar seguía constando en otro país y al borde de un lago en vez del de una ría.

La lluvia caía con la intensidad y constancia que recordaba de la infancia, cuando empapaba todas las cosas y calaba los impermeables hasta tocar la piel con la misma caricia sombría y mustia con la que asediaba el fruto de la higuera. Así que había que ponerse la gabardina y llevar paraguas para impedir que los documentos revirtieran a su condición de celulosa. Y no paró en todo el trayecto, ni cuando aparqué al pie de la pendiente donde se encontraba, en una construcción gris de cemento armado reminiscente de las fortificaciones cuarteleras, la dichosa comisaría. Todos los que estaban en la sala de espera eran inmigrantes magrebíes y subsaharianos. Eran casi todos hombres y la mayoría jóvenes. Entre ellos había también una familia musulmana con tres niños, cuyas miradas curiosas e inquietas se interrogaban sobre cómo iría a reaccionar aquel señor mayor con la gorra de navegante, la carpeta y el paraguas, ante la presencia de tanto extraño buscando asilo en aquel extremo lluvioso de la tierra. Y el retirado capitán sin barco les sonreía y les saludaba amablemente, como para decirles que por su parte son de siempre bienvenidos, que se sientan en su casa, que si necesitan algo, para eso estamos, pues todos somos peregrinos, y no sólo a Santiago, destino simbólico de la ruta estelar de la galaxia, sino de un misterio último al que el nombre que más le pegue acaso sea el de Vida, con mayúscula, pues es mucho más grande que todos nosotros.

De vuelta a casa con mi nuevo y flamante DNI del Reino de España, y después de hacer varias otras diligencias entre el banco y la peluquería, acabé en el super para comprarme un queso de cabra, un pan y una empanada. Y allí me encuentro con mi primo Luis y nos paramos a hablar. ¿Y qué sale a colación? Que no entendemos cómo, dado el horror de nuestra historia, la juventud de hoy se puede decantar por el autoritarismo, la discriminación racial y la xenofobia de la derechona maldita. Y ante todo aquí, en la cornisa atlántica, en la Galicia de la emigración forzosa, del exilio de una raza de supervivientes que tuvo que ganarse el pan sudándoselo en otras tierras y entre otras gentes, la generación de los abuelos en las Américas, en Europa la de nuestros padres, y en nuestro caso el mundo entero. Si hay algún pueblo cuya vivencia les haya hecho entender la solidaridad que nos debemos los unos a los otros como seres humanos, ese pueblo tendría que ser el gallego. Pero estos mocosos, careciendo de la experiencia y la sapiencia de sus mayores, no se enteran de que no hay extraños en la tierra, pues todos somos oriundos del Gran Valle del Rift, o sea africanos, siendo los prietos del sur los hijos del sol y los pálidos del norte los hijos de la noche.

Seguía lloviendo y abrí el paraguas. Este cobijo portátil me trajo a la memoria la lista de las Obras de Misericordia que nos enseñaron en el catecismo bajo la bota y la sotana de la dictadura. Y ahora que una nueva generación de descerebrados se escuda en las mismas identidades nefarias, no se me ocurre nada más elemental como antídoto que recordarles ese apartado de la moral cristiana. A ver si se aprenden de una puñetera vez su propia doctrina.