Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega LI

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Antes de salir revisó su arma, introdujo un cargador nuevo, y aseado marchó en coche a la dirección que en centralita le facilitaron tras identificar la matrícula anotada la tarde anterior.

Sentado al volante con el motor apagado, clavaba su mirada en la entrada del edificio contiguo al portalón del garaje, regocijándose por tener a aquel hijo de la chingada vigilado y bien controlado, dispuesto a no pestañear hasta que el criminal hiciera el mínimo movimiento.

El indiano no tuvo mejor noche que Rojas. En sus ya habituales pesadillas su madre lo perseguía para arrastrarlo al Averno, mientras se cebaban en él una docena de acompañantes fantasmales como la que flanqueaba a su difunta progenitora la mañana anterior.

Empapado en sudor despertó sobresaltado ante la duda de que la interfecta no hubiera fallecido y que, empujada por el instinto de supervivencia, hubiera vencido la altura del nicho aventurándose por las dunas, alcanzando un lugar habitado donde solicitar auxilio para denunciarlo más tarde. Con toda probabilidad, aun desconociendo su identidad, podría describir con precisión su fisionomía a las autoridades. 

Imaginando los diarios y cadenas televisivas mostrar el retrato robot del asesino, Beny ya se veía huyendo asediado por el ejército, la DEA y la Interpol, cargado de cadenas ante la Corte Penal Internacional, imputado por cargos de genocidio, lesa humanidad y quien sabe qué más, para acabar el resto de su vida pudriéndose en la prisión de máxima seguridad ADX Florence de Colorado, enloqueciendo de soledad en un módulo de aislamiento de dos por tres metros.

El criollo decidió cerciorarse de que las cosas seguían en su sitio. Vistiéndose a toda prisa, sin asearse siquiera bajó al garaje, y arrancando el todoterreno salió disparado hacia Samalayuca. 

Rojas, que en aquel momento dormitaba, se sobresaltó por la velocidad a la que se alejaba el inconfundible vehículo de su vigilado, colocándose discretamente detrás de él para averiguar su destino e intenciones.

Tras el coche del investigador otro más inició la marcha: Guerrero, sospechando que el subordinado desobedecería sus órdenes, decidió supervisarlo para tapar sus manejos, evitándose así males mayores.

Al intendente lo seguía a su vez el narco que vigilaba a su hermano, a quien comenzaba a considerar transformado de la noche a la mañana en un auténtico pez gordo de los bajos fondos, teniendo en cuenta la reciente atención que despertaba en las fuerzas del orden.

El comisario había tenido la prudencia de instalar la mañana anterior un dispositivo de seguimiento por GPS en el automóvil de su subalterno. Hasta tal extremo estaba seguro de que contravendría sus disposiciones que no cejó en vigilarlo a una prudente distancia. 

El narco, por el contrario, marchaba tras el comisionado sin disimulos.

Cuando el criollo estuvo en pleno desierto se detuvo en mitad de ningún lado. En realidad no tenía la más remota idea de dónde se encontraba, ni tampoco del lugar que con exactitud albergaba la fosa de la maquiladora.

Descendió del auto y, colocando la mano a modo de visera, oteó a la redonda hacia el horizonte sin conseguir orientarse. Luego extrajo la pala del maletero, ensayando aleatoriamente hoyos a diestro y siniestro donde mejor se le ocurrió.

Ignorando la atención suscitada en su jefe, Rojas, que lo seguía a un kilómetro y medio de distancia, aminoró la velocidad al ver a su presa detenida. vigilándolo desde la lejanía, aquellos movimientos lo convencían aún más de su culpabilidad en la desaparición de su sobrina.

Guerrero camufló su coche detrás de una duna cuando el dispositivo de vigilancia remota señalizó que el oficial se había detenido. Agazapado tras el montículo de arena escrutaba con la ayuda de unos prismáticos el singular escenario.

Chavo, intuyendo que el peligro vendría más del sujeto que seguía inmediato a su hermano, abandonó la persecución de Guerrero, ocultándose a la menor distancia posible de Rojas para evitar ser advertido por cualquiera de ellos.

El detective llegó al pleno convencimiento de que el indiano se afanaba en quehaceres mucho más que sospechosos. Resultaba obvio que buscaba algo, y en medio del desierto desde luego no era una moneda de dólar. A todas luces cavaba fosas buscando exhumar un cadáver que pudiera delatarlo. Con toda probabilidad habría cometido un error de principiante, regresando al escenario del delito para enmendarlo, y él tenía que aprovechar la providencial ocasión que le brindaba para poner fin a la oleada de muertes. 

Persuadido de carecer de pruebas de cargo ya que al propio verdugo le resultaba imposible hallar evidencias de ninguno de sus crímenes, determinó que menos aún conseguiría la brigada criminal en aquel océano de arena.

Emiliano enloquecía. Al dolor por la pérdida de su sobrina se unía la impotencia de presentarse ante su hermana, negándole no ya la mínima información sino incluso los despojos, aunque no fueran más que unas cenizas irreconocibles a las que dar cristiana sepultura para mitigar el sufrimiento de la familia. 

Por otro lado, su corrupto comisionado jamás le permitiría resolver aquel caso, impidiendo dar respuesta a la multitud de ciudadanos en idéntica situación de desamparo. El investigador anhelaba con fervor aliviar tanto desconsuelo y, en un instante de inspiración, consciente de que una sola decisión cambia lo que mil buenos deseos dejan inalterable, se juramentó ahí mismo para ejecutarlo.

Continuará...

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