Cuando Kafka deseó ser madrileño

Este 3 de junio de 2024 se cumple el centenario de la muerte del escritor praguense. 

Retrato de Franz Kafka en 1923
photo_camera Retrato de Franz Kafka en 1923

Cuando Franz Kafka dejó este mundo el 3 de junio de 1924 tras una larga pugna contra la tuberculosis, tan solo unos pocos periódicos de Chequia y Alemania le dedicaron unas líneas. Llevaba meses imaginándose su muerte, y años escribiendo sobre ella: «En el fondo siempre escribimos lo mismo. Te pregunto si estás enferma, luego tú me lo preguntas, digo que quiero morirme, y tú también lo dices», puede leerse en una de sus cartas a Milena Jesenská, su último gran amor.

A España, los primeros textos de Kafka tardaron en llegar. Se demoraron hasta el punto en que el primero lo hizo en catalán. Se trataba de una traducción del relato Ein Brudermord («Un fratricidi») publicada en diciembre de 1924 en la revista barcelonesa La Mà Trencada. Previamente, en plena Guerra Mundial, el ABC lo había incluido en un reportaje que versaba sobre personalidades idealistas como Max Brod o Carl Sternheim. No obstante, el legado del escritor checo no empezaría a calar en los círculos intelectuales españoles hasta la segunda mitad de la década de los veinte, cuando la muerte ya le había reclamado y los vivos no podían inquirirle acerca de su obra.

Antes de que la generación del 27 se familiarizara con la obra del difunto checo de fe judía y lengua alemana, Kafka ya se había interesado por España y su legado literario. En su enorme librería sobre la que destacaban Goethe, Schiller, Schopenhauer y demás clásicos alemanes, junto a autores extranjeros como Shakespeare o Dostoyevski, resaltaba una edición de El Quijote que desmenuzó con ingenio y perseverancia hasta el punto de afirmar que el delirante protagonista de Cervantes no era sino una proyección de Sancho Panza, lector ávido de las novelas de aventuras de la época. 

La lectura primero, y las conversaciones con su tío después, le abrieron la ventana a nuestro país. Alfred Löwy Porias, hermano mayor de su madre, abandonó muy joven Praga para asentarse en Madrid, ciudad en la que se desempeñó como director de la Compañía de Madrid a Cáceres y Portugal. Era una empresa ferroviaria joven, de dudosa rentabilidad económica, que operaba entre el centro y oeste de la Península Ibérica. Pese a su incapacidad por competir con las demás redes ferroviarias y las distintas crisis que tuvo que solventar desde sus inicios, el salario que recibía Alfred debía ser cuantioso. El puesto como director le permitió instalarse en el número 28 de la Calle Mayor, entre la Puerta del Sol y la Plaza Mayor, y se adaptó a Madrid como se adaptaban entonces las clases altas castizas: a base de fiestas privadas nocturnas e infusiones mañaneras en el Café de Fornos.

Soltero, se movió entre gatos hasta camuflarse entre ellos. Cambió la kujalda checa por el cocido madrileño. Llegó incluso a ganarse la confianza de los políticos de la época, siendo elegido como uno de los hombres que conformaban la Comisión Nacional para el Fomento del Turismo, la cual pretendía impulsarlo en el país a través de «excursiones artísticas y de recreo del pueblo extranjero». En dicha tarea coincidió con el marqués de Valdeiglesias, el duque de Santo Mauro, o el escritor y político Marcelino Menéndez Pelayo, con quien entabló una estrecha amistad. 

Tumba de Alfred Löwy Porias, tío de Kafka, en Carabanchel - Julen Berrueta
Tumba de Alfred Löwy Porias, tío de Kafka, en Carabanchel - Julen Berrueta

Tanto en sus misivas como en sus visitas esporádicas a Praga, hablaba a su sobrino de la vida en Madrid. Mientras que en la capital checa Kafka sufría insultos diarios por su origen judío, parecía que en España nadie había conocido jamás a uno. A sus catorce años, había sido testigo de un pogromo en el que nacionalistas checos saquearon y destruyeron locales judíos, entre los que se encontraba la casa de su amigo íntimo Max Brod. Los checos veían a los judíos como alemanes, pues la mayoría de ellos empleaba la lengua germana. Los alemanes, por otra parte, los veían como judíos. El ambiente antisemita empujó al círculo cercano de Kafka a emigrar fuera de Europa. Muchos de ellos marcharon a Palestina, palabra que poco a poco comenzó a resonar en los oídos de miles de judíos que buscaban un cuerpo a su creencia. Pese a que Brod abrazó el movimiento sionista de primeras, a Kafka le costó identificarse con sus ideales y siempre soñó con destinos alternativos:

«Aprenderé castellano, además de francés e inglés. Sería bonito que hicieras eso conmigo; yo supliría con impaciencia la ventaja que me sacaras en el aprendizaje; mi tío debería conseguirnos un empleo en España o, si no, nos iríamos a Sudamérica o a las Azores o a Madeira» (Carta a Max Brod, agosto de 1907).

En este sentido, el escritor vio en su tío de Madrid, tal y como lo llamaba, una vía de escape de su infeliz rutina. Puede que se imaginara su vida en Madrid y envidiara su temporal, sin duda más calmado que en Praga y sin la obligación de depender de la chimenea durante los largos meses de otoño e invierno. Sus constantes problemas de salud le habrían hecho envidiar el clima del sur de Europa, por lo que la idea de instalarse con su tío no resultaba descabellada. Al fin y al cabo, Kafka se sentía más próximo a él que a sus padres. No obstante, entre los planes de Alfred no entraba llevarse consigo a su sobrino. Utilizó sus contactos para ayudarle, pero lejos de España. Le consiguió un puesto como abogado en la compañía de seguros Assicurazioni Generali, en la misma Praga que pretendía dejar atrás. De imaginarse viviendo junto a su tío en pleno centro de Madrid, pasó a trabajar en una casa italiana de seguros de accidentes laborales.

Bien fuera por la negativa de su tío, bien fuera por la propia falta de iniciativa que le persiguió toda la vida al escritor checo, Kafka jamás se mudó a España. A Praga la llegó a calificar de «ciudad maldita», y buscó consuelo en Viena, ciudad que terminaría aborreciendo pasados los años. Mientras la imaginación de Kafka dejaba ríos de tinta sobre el papel, sus movimientos quedaron restringidos por su incapacidad de dar un paso adelante. Cuanto más escribía, más atormentado estaba. De hecho, fue tras el intento frustrado de moverse a España cuando se dedicó a la escritura con mayor vehemencia. En 1913 escribió Consideración, y dos años más tarde La metamorfosis, su obra cumbre. Además de sus obras, jamás abandonó su diario y mantuvo una extensa correspondencia con sus amores y allegados. Con su tío madrileño tampoco dejó de escribirse, e incluso empleó su figura como inspiración en su literatura.

Todo apunta a que fue de manera inconsciente. En una de sus cartas a Felice Bauer, novia de Kafka previa a Milena, se narra la confesión de su noviazgo con la joven polaca a Alfred. Acto seguido, como si aquella carta le hubiera abierto la mente, cayó en la cuenta: «Más adelante se me ha ocurrido que existe una notable concordancia entre esta carta y La condena. Y, ciertamente, en La condena se ocultan muchas cosas afines a mi tío (es soltero, director de ferrocarriles en Madrid, conoce Europa entera excepto Rusia), y mira por dónde le anuncio yo ahora mi noviazgo en una carta similar a la que Georg manda a su amigo». Y es que, en La condena, escrita en 1912, Georg Bendemann, un joven comerciante, escribe a su amigo en Rusia para contarle sobre su reciente compromiso.

Solo la muerte de Alfred, el 28 de febrero de 1923, rompió el vínculo de su correspondencia. El féretro del tío madrileño fue llevado a hombros por los ferroviarios hasta el Cementerio Sacramental de Santa María, en el distrito de Carabanchel. Tal y como se observa en la tumba, nació como judío y murió como cristiano. Nació como Alfred Löwy Porias y falleció como Alfredo Loewy y Porgés. Quién sabe si con Franz Kafka, de haber convencido a su tío de llevárselo a Madrid, ahora estaríamos hablando de un tal Francisco, escritor de origen checo y de corazón español. Sin embargo, un año después que su tío, y debido a una tuberculosis, falleció el 3 de junio de 1924 en un sanatorio de Klosterneuburg, cerca de la ciudad de Viena. El obituario corrió a cargo de Milena: «Demasiado sabio para vivir y demasiado débil para luchar».