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Mi tía Matilde y el huevo de zurcir

En mi niñez, el chalet de don Ramón de la Cruz estaba habitado por mi abuela Julia, sus hijas Mercedes, Matilde y Pilar, mi prima María Luisa, hija de Mercedes y Concha Sinovas Sinovas, que así se llamaba la muchacha de servicio de mi abuela, que dormía en el sótano en una amplia habitación, más la cocina, uno de los cuatro servicios que había en cada descansillo, un cuarto de plancha, un comedor, un dormitorio de servicio, con dos camas y el cuarto de calderas, que suministraba la calefacción del sótano y los dos primeros pisos. El tercero estaba ocupado por mis padres, mis cuatro hermanos y yo. Entonces teníamos dos muchachas de servicio, Carmen Arianes y Ángeles Gómez.

Mi tía Matilde tocaba muy bien el piano, y tenía la manía de la limpieza, tanto de la corporal como de la vestimenta. Yo dormí alguna que otra temporada en su habitación, con dos altas y enormes camas, que yo tenía que saltar para llegar a la mía. Junto a esta habitación se encontraba la de mi prima María Luisa, con las paredes con pinturas de animales pintadas por su hermano Pablito, que murió en plena juventud por un grano infectado que le provocó una septicemia que acabó con su vida.

Mi tía estudió en las Ursulinas, asentadas en la calle Príncipe de Vergara, frente al Colegio del Pilar. Su mejor amiga se llamaba Luisa Espuñes, cuya familia tenía fábrica y comercio de platería. Era muy guapa y elegante, y a mi me admiraba que vestía con pantalones, y fumaba cigarrillos con boquilla. Era viuda de Leopoldo Alvarez de Villaamil, gran aficionado al automovilismo, que murió en un accidente de carretera. Sus hijos también destacaron como pilotos, especialmente el mayor, que se llamaba como su padre, pero se le conocía como Polo, y que participó en numerosas carreras, dentro y fuera de España. Polo y otro hermano, murieron como su padre, en sendos accidentes. Un nieto de Polo fue también piloto, pero acabó dedicándose a la moda. La hija de Luisa, Luisita, era un bellezón. Se casó con José Alesanco, de conocida familia madrileña, y murió en plena juventud, decían que por haberse expuesto demasiado al sol, lo que dañó sus pulmones. Mi tía me contaba cómo su amiga la invitaba a fiestas y reuniones, donde conoció al famoso torero Domingo Ortega, y que una de esas fiestas actuó Manolo Caracol, al que al terminar su actuación le daba el torero un billete de mil pesetas.

Mi tía se ocupaba de lavarme y peinarme en su habitación, y recuerdo que me cepillaba los dientes con jabón, y utilizaba un mejunje como fijador que hacía que mi pelo se pareciera a una peluca. También se encargaba de cuidar no sólo mi ropa, sino también la de mis hermanos. No sólo cosía, sino también zurcía los agujeros en calcetines y medias. Una  tarde, cansada, no pudo por menos de decir: “¡Hay hijos, que lata me dais!”. Mi hermana Matilde, a la que gustaba la precisión, puntualizó: “Nosotros no somos tus hijos”. Mi tía, enfadada, dijo: ¿Ah sí? Pues que os cosa tu madre. ”Mi hermano Guillermo trató de arreglar la cuestión: “Yo soy tu primo”, lo que provocó la carcajada de mi tía.

Mi tía destacaba por decir siempre lo que pensaba, sin disimulos. Sobrepasó los noventa años con un deterioro imparable de la memoria. No podía ir a misa, pero un sacerdote de la parroquia le visitaba para darle la Comunión. Y ella, siempre bien educada, le saludaba como si fuera la primera vez: “Mucho gusto en conocerle”. A mi me decía: “Mis amigas no dejan de alabar lo bien que lo haces en Televisión”. Soltera impenitente, nos trató, a mis hermanos y a mí, como si fuéramos sus hijos. Su recuerdo permanece inolvidable.

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