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Elegía a los zurcidos

El paso del tiempo ha eliminado una actividad social que hace cuarenta o cincuenta años era una permanente ocupación de las familias madrileñas. Me refiero a los zurcidos. Era una época en que la mayoría de las familias se había vuelto, a la fuerza, conservadora. La evolución de la sociedad, el aumento del nivel de vida, y la pasión por el consumismo, hace que ahora predomine el ansia de usar y tirar, y que nadie se moleste en zurcir los calcetines, o en coger puntos a las medias. En la posguerra eso de coger puntos estaba a la orden del día. Enfrente de mi casa, en la calle de don Ramón de la Cruz, vivía un matrimonio de italianos, con dos hijos, un varón y una dama. Esta última se llamaba Franca, France Romani, era rubia, con ojos azules, y un cuerpazo. Tuve ocasión de salir con ella, de pasear e ir al cine. Tenía un hermano mayor que estudiaba en el Liceo Italiano, y formaba parte de su equipo de baloncesto. El padre tenía un establecimiento que vendía aparatos para coger puntos a las medias. Debía ser un buen negocio, porque hasta se anunciaba en los grandes cartelones de los andenes del Metro. Creo recordar que el comercio llevaba el nombre de Siri. El hermano de Franca tenía una Vespa, que entonces se consideraba un ejemplo de estatus social. Franca trabajó muy joven como azafata en Alitalia, la compañía aérea italiana, y me enviaba con frecuencia postales de los lugares a los que viajaba.

Pasaron los años, y volví a ver a  Franca Romani, en el estreno de una de las películas que dirigió mi hermano Luis María, “Donde estará mi niño”, interpretada por el entonces famoso cupleatista Manolo Escolar. Me contó que se había casado, y después separado, con un piloto  mejicano, con el que tenía broncas antológicas. Seguía siendo de gran belleza, y se había vuelto vegetariana. No sé qué habrá sido de Franca desde entonces, pero la deseo que en la última etapa de su  vida haya logrado la felicidad, que bien se merecía. En los anuncios del comercio del padre de Franca se decía que con la utilización de sus productos para eliminar los puntos a las medias se podían obtener ganancias de tres mil pesetas mensuales, que entonces era un buen sueldo.

Pero  la mayor parte de los zurcidos y arreglos, salvo en los trajes de caballero y vestidos de señoras, se realizaban en el seno de las propias familias. En la mía el negociado de los zurcidos corría a cargo de mi tía Matilde, una de las hermanas solteras de mi padre que vivía con nosotros. Yo le tenía un cariño especial, porque siempre estaba dispuesta a poner sus virtudes con la aguja y el hilo para arreglar agujeros y “sietes” en calcetines, camisas y pantalones.

Una tarde mi tía Matilde recibió la visita de mis hermanos, Guillermo y Matilde, con ropas necesitadas de zurcidos y arreglos. Para ello se utilizaba un adminículo que ahora ha quedado en la inanidad de lo efímero. (Esto de la inanidad de los efímero lo he copiado de William Faulkner, y queda muy bien). Me refiero al “huevo de zurcir”, que en principio era de metal y después de plástico, y que era imprescindible en  la reparación. ´Mi tía cogió las prendas, y no pudo menos de exclamar: “Hay hijos, que lata me dais”. Mi hermana, que nunca destacó por su diplomacia, contestó “Nosotros no somos tus hijos” y la tía Matilde replicó ¿ Ah, si.? Pues que lo arregle tu madre”.  Mi hermano Guillermo fue más conciliador: “ Yo soy tu primo”.

MI tía Matilde estará ahora en el cielo, zurciendo los “sietes” de la  túnica de San Pedro.

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