Parece haber un consenso generalizado en los que intervienen en el complicado juego de la política, en que los partidos son necesarios en la actividad parlamentaria. Los que gobiernan, tanto si lo hacen con una mayoría que les permiten holgadamente gobernar, como si son fruto de un acuerdo entre dos o más partidos que trabajan en coalición para conseguir una mayoría más o menos estable, con la que pueden desarrollar sus tareas de gobierno. Es la forma en que actúa la coalición formada por diversos partidos.
Pero lo que sucede en la realidad política actual, es que tanto el Gobierno como la oposición actúan con unas limitaciones a la hora de debatir y aprobar las propuestas gubernamentales que consigan acabar en leyes y disposiciones de obligado cumplimiento en la sociedad.
Esas limitaciones no obedecen a criterios de sentido común, que ya se sabe son poco comunes, sino a criterios fundamentalmente partidistas, para mí tan negativos como absurdos.
Las funciones, tanto del Gobierno como de la oposición, parecen claras. El Gobierno debe dedicarse a gobernar, y la oposición a criticar las propuestas gubernamentales que considere innecesarias o deben ser modificadas.
Quizá peque de ingenuo, pero a mi me gustaría que si las propuestas del Gobierno son justas y convenientes para los ciudadanos, la oposición debería renunciar a oponerse, valga la redundancia. Y, en sentido contrario, si la oposición presenta unas iniciativas o propuestas , debidamente razonadas, que merecen ser recogidas, el Gobierno debería aceptarlas, en todo o en parte. Claro que esto sería pedir demasiado. Mientras tanto, deberemos conformarnos con observar que muchos parlamentarios dan la impresión de aburrirse soberanamente, están más pendientes de los móviles que los debates, pero cumplen una función fundamental, la de apretar el botón adecuado a la hora de las votaciones, pero hay algunos que se equivocan, con consecuencias imprevisibles. No olvidemos que la ley para la reforma laboral, considerada clave para el Gobierno, se hubiera rechazado de no ser por la equivocación, a la hora votar, de un representante de la oposición.
Mi experiencia de muchos años como informador parlamentario, me hace pensar que no hemos mejorado en las formas sobre épocas pasadas. Eso sí, ahora se grita más, y se cae en la nefasta manía de insultar. Atrás quedan las muestra de ingenio en las Cortes del pasado. La que dio en las Cortes de la República José María Gil-Robles, cuando un diputado le insultó diciendo “Su Señoría tiene calzoncillos largos” y le respondió “Que indiscreta es su señora, quiero decir, su señoría”. Y en esas mismas Cortes, cuando Ossorio y Gallardo se refirió a los problemas de la juventud, diciendo “¿Que va a ser de nuestros hijos?”, Joaquín Pérez de Madrigal, diputado radical, que tenía fama bien ganada de ingenioso, le respondió “ Pues al de su señoría le hemos hecho Subsecretario”. En las Cortes franquistas, un diputado modesto, representante de los obreros agrarios, cuyo nombre me reservo, dirigiéndose a Rafael Cabello de Alba, gran orador, que llegaría a ser Ministro de Hacienda, le dijo: “ Rafaelito, Rafaelito, tú tienes muchas virtudes, pero tienes también muchos desperfectos”.
Los debates actuales, en ocasiones, producen aburrimiento, especialmente en las sesiones vespertinas. Habría que recordar a Antonio Machado: “El español bosteza. ¿Es hambre, sueño, hastío? Doctor ¿Tendrá el estómago vacío? El vacío es más bien de la cabeza”.