Ni miento, ni me arrepiento

¿Ha llegado la hora de la huelga general?

Joaquín Leguina y Juan José R. Calaza
photo_camera Joaquín Leguina y Juan José R. Calaza

Si se consuma la devastadora agresión contra España, Amnistía y concesiones mediante, es probable  que el pueblo no reaccione si no ha sido concienciado previamente en la resistencia con una huelga general. 

Ha alumbrado el sistema político español un nuevo partido de muy agradable consonancia a oídos de patriotas sin complejos: Izquierda Española. Hora era. Porque lo que hemos tenido y tenemos de partidos y organizaciones de izquierdas manifiestan incompatibilidad absoluta con la idea de España en tanto nación diversa y polisémica, por su riqueza cultural, al tiempo que sólida y solidariamente unida por lazos históricos irreversibles. Combinar “socialista” y “español” es, a estas alturas, grotesco oxímoron.

O sea, por donde menos se esperaba vuelve a encenderse el fuego de la esperanza. ¡Qué bien suena!: Izquierda Española. España es así: imprevisible. Tan imprevisible que fue Vox, partido tildado de ultraderechista –y lo es si bien democrático y culturalmente revolucionario contra el mainstream políticamente correcto- el que propuso no hace mucho una huelga general para mostrarle los dientes a un centón de egotistas chanchulleros. Esa huelga general estaba muy justificada en aras de tumbar –o al menos intentarlo- la monstruosidad así llamada Amnistía. 

Sorprende que el principal partido conservador español sea incapaz de alentar un frente/alianza con Vox –y llegado el momento con Izquierda Española, si se consolida- en cuestiones de Estado e incluso de simple activismo político (eso sí, contundente) como puede ser una huelga general. No obstante, más sorprendente es, si cabe, que votantes profundamente españoles adhieran, contra sus propios intereses, a propuestas descabelladas que acarrearían, a medio plazo, efectos deletéreos fuera de Cataluña y, sin embargo, no faltaría quien votase a PSOE y Sumar. Esta situación es política y socialmente interesantísima, por incongruente. 

Proponemos varias explicaciones. La primera, evidente, es que el voto contra los privativos intereses concierne a altruistas (no son numerosos) que sacrifican el bienestar personal por el de la colectividad idealizada. Vale. Empero, podría tratarse de votantes desquiciados por la polarización política extrema que, por encima de intereses personales, en la jerarquía de preferencias sitúan perjudicar al adversario político devenido enemigo. Es decir, para la izquierda la derecha representa al odiado enemigo total al tiempo que miman a independentistas aunque no sean correspondidos. Parece inconcebible y, extrañamente, es posible. La segunda explicación, asimismo evidente, es la estupidez. Bien lo apunta Carlo Maria Cipolla (refiriéndose a la tercera Ley Fundamental de la Estupidez) «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso». 

Otra explicación la suministraría el sesgo de ilusoria superioridad, anclada en la dificultad metacognitiva de los incompetentes, que les dificulta reconocer con precisión y objetivamente la propia incompetencia/estupidez. El efecto Dunning-Kruger es un sesgo cognitivo que sufren personas incompetentes o poco cualificadas, en un determinado campo, sobrevalorando la real capacidad o habilidad cognitiva específica. En historia y política, más, siguiendo el dicho popular los ignorantes son muy atrevidos. Circulan por ahí hordas de incompetentes analíticos de la izquierda chusquera que creen saber, de buena fe, que lo mejor para España es la política personalista de Sánchez. El efecto Dunning-Kruger pone de manifiesto el cacao mental de no pocos votantes. Recuerden, en las elecciones europeas de 1987, la izquierda abertzale obtuvo, en plena escalada de ETA, uno de cada tres votos fuera del País Vasco y Navarra. 

Mentalidad vudú

Una de las hipótesis que situamos altamente en nuestras preferencias es que muchos españoles practican el vudú en política sin darse cuenta. La magia negra vudú aconseja buscar siempre una causa exterior a las desgracias, verbigracia, una maldición. Y eso es esencialmente lo que hace la izquierda lerda en España: imputar supersticiosamente al nacionalismo español todas las desgracias propias de torpezas o errores  personales. De ahí que se echen en manos de magos y hechiceros políticos que practican exorcismos culturales sacrificando todo lo español en el altar de la gubernatura socialista que acabará, eso prometen, con la maldición de la derecha españolista. Al parecer, en la izquierda moral e intelectualmente tullida del nuevo socialismo, casi milenarista, hay quienes siguen en las mismas: que se hunda España si se hunde la derecha.

Sin dudarlo, la mentalidad vudú es una forma de aldeanismo característico de la gente de izquierdas que se cree muy moderna y progresista. Ocurre que no hay prácticamente nada en el comportamiento social actual que los antiguos no hayan resentido y legado por la vía del mito, que, a día de hoy, los ciudadanos de derechas, más realistas y pragmáticos, desdeñan en general como pura superstición. Una de las supersticiones más profundamente ancladas en la izquierda antiespañola es la del paraíso edénico al que el mundo ha de retornar en cuanto desaparezca la derecha. 

Paradoja de Olson 

Aldeanismo izquierdista aparte, lo que precede no impide reconocer que, más astuta que la derecha, la izquierda –además de nutrirse de mitos edénicos y sobrevaloradas convicciones entre burricie y adanismo- es capaz de permear e infiltrar  el entorno político jugando muy hábilmente con la capilaridad social y experiencia en entrismo. Al respecto, resulta aceptablemente convincente el así llamado efecto/paradoja de Olson, en honor del sociólogo y economista estadounidense Mancur Olson, investigador de la lógica de la acción colectiva. Este fenómeno social, que no es simplemente teórico sino real, se da cuando grupos de presión minoritarios, pero organizados, y las pequeñas coaliciones imponen sus intereses al conjunto de la colectividad, actuando verticalmente o transversalmente según coordenadas espaciales y temporales. En cierta medida, la democracia es el régimen político que permite a una minoría, audaz y organizada, tomar el poder incruentamente. 

La experiencia prueba que si un grupo humano relativamente pequeño, estructurado, intenta imponer su voluntad u objetivos a otro grupo más numeroso, menos organizado o definido respecto al objetivo del grupo pequeño, es bastante probable que este acabe dominando. Frecuentemente, miembros  del gran grupo, fluidamente amorfo,  propenden a comportarse en pasajero clandestino/ free rider (en vernáculo casticismo: pasota/escaqueado). El individuo representativo del gran grupo tenderá a escabullirse endosándole implícitamente a los otros miembros la responsabilidad y el esfuerzo de contrarrestar la influencia del grupo de presión minoritario. En otras palabras, cada miembro del gran grupo desea cosechar los frutos de la resistencia colectiva en defensa de los intereses generales, pero sin asumir el coste del esfuerzo personal de resistir al pequeño grupo dando por hecho que otros miembros lo harán.  

Es paradoja ya que el agente representativo de la colectividad -al actuar racionalmente en tanto free rider, en términos coste-beneficio-  impide o bloquea el funcionamiento de la acción colectiva capaz de defender los intereses del grupo. Lo terrible es que free rider somos casi todos. La racionalidad axiomatizada en ciencias sociales propia al Homo oeconomicus  (a no confundir con la racionalidad del Homo sapiens, más compleja) lleva al free rider a considerar que puede aprovecharse de las ventajas de la acción colectiva sin sufrir el coste personal. Esto es, la acción colectiva se entendería como bien público: el alumbrado urbano lo disfrutan asimismo quienes no pagan impuestos o los turistas. 

Al límite,  actuando todos de esa guisa nadie se mojará. Es razonable sospechar que una reacción colectiva suficientemente intensa del gran grupo contra el pequeño grupo de presión inamistoso  no se producirá. La situación es especialmente perversa si se trata de un juego a suma negativa: lo que gana el grupo pequeño es menos que lo que pierde el conjunto de la colectividad. 

El efecto/ paradoja de Olson también facilita la intelección de la persistencia, en sociedades democráticas con libertad de crítica y expresión, de fenómenos ideológicos falaces (engaños encubiertos) o mendaces (mentiras descaradas). Es suficiente que pequeños grupos sean mayoritarios o controlen centros neurálgicos de poder o influencia (Tribunal Constitucional, enseñanza, medios de comunicación, etc.) que lancen, amparen y sostengan redes políticas, expertas en entrismo, en connivencia de intereses y cierta afinidad ideológica si no total al menos parcial o transversal. Y en plenas narices del conjunto de la sociedad, de la que solo una parte simpatiza con susodichas ideologías, dejándose ahormar sin resistencia la mayoría social. En virtud del efecto Olson, no cabe esperar que la mayoría se oponga -o no siempre- con suficiente intensidad a la propagación de la ideología perversa. Esta es la génesis del pensamiento único; del maniqueísmo políticamente correcto; del terrorismo intelectual; esta es la génesis, sobra decir, del independentismo jabonoso y acechante en la oportunidad.

Jefes morales

Dudamos que si se consuma la devastadora agresión contra España, amnistía y concesiones mediante, el pueblo reaccione echándose a la calle contra el tirano, si no ha sido previamente forjado en el sacrificio y la resistencia activa. El efecto Olson permite entender, en parte, el aparente anquilosamiento de un pueblo cuya principal virtud siempre fue la rebeldía. 

Penúltima esperanza, la paradoja de Olson se revierte si -con comportamiento polar a free riders, escaqueados y pasotas- emergen en el pueblo jefes naturales, líderes morales que se implican democráticamente. Porque Jefe moral es el que se sacrifica por el grupo, por la colectividad ¿No habrá entre nosotros auténticos jefes morales que, llegado el caso, den ejemplo asumiendo el sacrificio de poner en pie la dignidad de la buena España huelga general mediante? No creemos que podamos pedirle al Rey el milagro que algunos esperan. Y no podemos pedírselo  no tanto porque sea incapaz de sacrificio sino porque si los españoles no atinan, como pueblo tangible y epidérmicamente real, a defender la nación común sin recurrir a vagas fabulaciones  milagreras no pueden pretender, esos españoles, encarnar una colectividad nacional indiscutible. 

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