Desde 2018 el peso del estado en la economía española se ha extremado hasta el punto de consumir cerca de la mitad del PIB anual. Es por esto que la deuda pública crece sin medida (+400 millardos desde 2018), y que el superávit primario es tan escaso que ni siquiera cubre la totalidad de los intereses de la deuda pública. El abuso de lo público hace que los españoles tengan que soportar un elevadísimo esfuerzo fiscal que va del 40 al 55% de los costes laborales.
El exceso estatal se extiende también de forma dañina para la prosperidad mediante la hiperregulación. Los estudios más recientes evalúan el coste del exceso de prohibiciones y de regulaciones en 6 puntos del PIB, es decir la friolera de más de 90.000 millones. La mitad de esta cantidad es consecuencia de los excesos regulatorios que afectan al mercado único mientras que la otra mitad es el amargo fruto del abuso regulatorio del gobierno central y de la fragmentación autonómica.
Según el Instituto Juan de Mariana la expansión regulatoria destruirá 100.000 empleos a lo largo de la próxima década. A esto hay que sumarle los cientos de miles perdidos desde el 2010, y una cifra notablemente mayor en empleos no creados vía menor inversión. No es casualidad que la inversión productiva actual sea un 5% inferior a la de 2019 y que su peso en el PIB sea similar al de los años de la crisis del 2008, y eso que ahora estamos en expansión.
España está en la posición 97 del ranking elaborado por el Banco Mundial para medir la facilidad de hacer negocios, y también en las últimas posiciones del ranking de libertad económica de la OCDE. Incluso Nadia Calviño, copromotora de este estado de cosas en sus años de gobierno nacional, nos dice ahora que la causa de esto es el negativo clima político y regulatorio de España.
Según las encuestas más recientes, el 73% de las empresas considera que la regulación laboral y empresarial es un serio obstáculo para la inversión, 12 puntos más que la media comunitaria. Los estudios del instituto Juan de Mariana nos dicen que entre el año 2000 y el 2022 se aprobaron casi 9.500 regulaciones “verdes”, seis veces más que en Francia. En materia de igualdad se han aprobado más de 22.300 normas y en materia laboral, las regulaciones sobrepasan las 10.000, lo cual está correlacionado con el elevado nivel de desempleo. Desde luego no es casualidad sino causalidad. Estas cifras reflejan el auténtico despropósito que representa la sobrerregulación nacional y autonómica, que se suma a la pesada carga normativa originada en Bruselas. En Europa se regula de 3 a 4 veces más que en los EE.UU, país que no es excesivamente liberal.
En su último informe, Draghi señaló que los obstáculos internos del mercado único actúan como aranceles que deprimen el mercado comunitario. El abuso normativista y fiscal causa más daño que los aranceles de Trump. Según el FMI las barreras intracomunitarias al comercio encarecen los productos manufacturados y los servicios un 45% y 110% respectivamente.
España, como gran parte de Europa, está en una situación delicada debido a la excesiva expansión del sector público y al infierno regulatorio que políticos y burócratas han puesto en pie. Para mejorar el nivel de vida de la población y reforzar la viabilidad del estado del bienestar necesitamos poner freno a esta deriva estatista. La forma de hacer esto con un coste moderado es atacar con decisión el problema del exceso regulatorio.
Como hemos visto al principio del artículo, si se redujera la carga normativa y burocrática que soporta la economía española el PIB podría crecer un 6%. Esto se traduciría en la creación de muchísimo empleo y generaría más de 35.000 millones de ingresos para hacienda y la seguridad social, y sin recortar el gasto público, ni bajar los impuestos principales, ambas cosas muy necesarias pero que los políticos no quieren hacer por motivos ideológicos y electorales.
Varios países del norte de Europa, como Suecia, tienen un estado amplio en términos de gasto público, en línea o algo inferior al español, y a pesar de esto son prósperos hasta el punto de tener un nivel de vida que dobla al nuestro.
Esto es debido a que en esos países el estado invierte más, gasta de forma más eficiente y es más productivo, sin contar que los políticos escandinavos son mucho menos corruptos que los españoles. Otro factor que explica esta brecha de prosperidad es la libertad económica. En Escandinavia esta es muy elevada mientras que en España es baja por el exceso de intervencionismo de las administraciones públicas. En román paladín esto quiere decir que el marco legal y fiscal favorece mucho más la inversión y el desempeño del sector privado en aquellos países del norte.
Desregular tiene poco coste pues no implica bajar los impuestos principales ni recortar el gasto público de forma severa. Si se hiciera como es debido, al recortar las regulaciones excesivas, es cierto que habría que amortizar algunos miles de puestos públicos dado que las necesidades de desarrollo, implementación y control normativo serían menores. El coste de las indemnizaciones, aun siendo generosas, se amortizaría en apenas 12 o 15 meses mediante el ahorro en costes laborales. Además, gran parte de este colectivo encontraría acomodo sin dificultad en el sector privado dada la fuerte creación de empleo que este proceso generaría.
Incluso si ningún puesto público fuera amortizado y dejaran a estos empleados sin trabajo pero con sueldo, o se les destinara a otras áreas de la administración, desregular sensatamente sería una buena medida porque produciría un fuerte incremento del empleo y de la riqueza generada en el país, beneficiando con ello a la mayoría de los españoles.
Tenemos una herramienta a mano que tiene poco coste y que podría tener un impacto muy positivo en la economía y el nivel de vida de los españoles, mejorando de paso la solvencia de las cuentas públicas. No aprovechar esta oportunidad sólo se puede explicar por una mezcla de dogmatismo estatista, intereses espurios y miedo a la iniciativa privada por parte de nuestros políticos y burócratas.
Tenemos que concienciarnos de que el exceso intervencionista nos empobrece a todos y sólo beneficia a la élite gobernante. El estado del bienestar sólo será viable si se atempera su ansia expansionista, en todos los campos, pero especialmente en materia regulatoria y normativista.