Ha muerto Vargas Llosa.
Calíope, su esposa,
está anegada en llanto.
Ha muerto, y un espanto
la Hispanidad circunda.
Una pena profunda
aflige a sus lectores,
y un mar de sinsabores,
de capital tristeza,
se instala con pereza
en cada estantería
de toda librería,
humilde o altanera.
Gimen sus criaturas
en triste desconsuelo
y en reservado duelo
claman sus desventuras.
Porque, ¿qué nos espera
si Vargas no publica?
Porque, ¿cómo se explica
que su voz ha expirado?
Su acento, enmudecido,
ni queda silenciado
ni queda en el olvido.
Para siempre pervive
anclado en cada frase
que su lector recibe.
Maestro en la lidia de la letra,
cada línea es un pase.
Limpia corre su mano
desvelando el arcano
que fácil nos penetra
al leer su escritura,
que congrega a la literatura.
Porque Mario no ha muerto.
No es una desventura.
Descansa simplemente,
y lo que afirmo es cierto.
Mario es hoy residente
de un arcano profundo,
de un delicado mundo,
de un sensible universo
donde habita y se enlaza
la prosa con el verso.
Allí sentará plaza
y seguirá firmando
a la ‘chita callando’.
Como siempre, como antes.
Y se unirá a Virgilio y a Cervantes.