Cápsulas viajeras

Un viaje a la antigua persia

Aterricé en Irán tras cruzar el pequeño estrecho de mar que lo separa de los Emiratos Árabes. Ahí tomé un taxi y, después de cambiar unos dólares, llegué al centro de Shiraz, capital de la provincia de Fars, ciudad famosa por albergar las tumbas de los célebres y queridos poetas persas, Hafiz y Saadi. 

Lo primero que hice fue alojarme en un hotel y después salí a explorar. Veía muros pintados con letras en alfabeto persa, que me llenaban de curiosidad; de repente, me encontré paseando alrededor de una fortaleza sobre la plaza central, donde encontré el Bazar Vakil, un laberinto de bazares con viejas cúpulas, grandes bóvedas como cuevas, claraboyas y viejos ventiladores de madera. 

Había numerosas tiendas de hierbas, especias, y se vendían las populares alfombras persas. Mientras caminaba me detenía en los puestecitos de aceitunas, de helados y de batidos. Los quioscos me transportaban a otros tiempos. Caminar por Shiraz era como recorrer un poema con los pies.

El ambiente era una mezcla de perfume y olor a especies, la gente socializaba en los mercados y tiendas mientras yo me iba familiarizando con todo. La ciudad estaba llena de mezquitas. Era curioso sentir cómo al entrar por sus patios y pasillos transcurría la vida cotidiana de las personas. Un ambiente sagrado de devoción los unificaba a todos en una actitud de humildad y reverencia. Sentado en aquellos grandes patios de los complejos religiosos, veía que el tiempo de contacto con lo sagrado podía ser también un lugar de esparcimiento y encuentro. 

Mientras algunos recitaban textos coránicos o rezaban en silencio, también se escuchaba un ligero murmullo de conversaciones. Me di cuenta de que al contrario de otras partes del mundo donde el centro de la vida giraba en torno a los centros comerciales, ahí, aunque la necesidad de consumo también existía, se dedicaba más tiempo a la oración, para dirigirse directamente a Dios, o al hecho mismo de compartir. 

Tras permanecer unos días en Shiraz mi intención era llegar a Yazd, que se encuentra en la planicie central de Irán, entre los desiertos de Kavir y de Lut. Al salir de Shiraz, vi a los pastores nómadas acampando con sus tiendas y rebaños en el desierto. Esa manera de vivir, en aquel terreno tan hostil, captó de inmediato mi atención. 

Me dirigía a Yazd, ciudad que durante la época sasánida fue un centro de zoroastrismo, donde se veneraba al Dios creador Ahura Mazda. De repente, bajo el cálido sol, brotó una ciudad de la arena. Al llegar, me trasladé al barrio viejo, con casas de techos abovedados y paredes de adobe. Destacaban las torres de viento que sobresalían por las azoteas, estructuras que capturaban el aire y lo dirigían al interior de las casas para refrescarlas. 

Mientras avanzaba por las calles del casco antiguo, la sombra de las cúpulas me resguardaba del sol, y una tenue luz se filtraba por las altas claraboyas. Rodeado de paredes de barro, parecía que aquel lugar tuviera siglos de antigüedad, no había edificios modernos con vidrieras acristaladas. Por aquellas callejuelas, encontré mi alojamiento. Fue agradable llegar, tomar un té de bienvenida y sentarme a tertuliar sobre alfombras, con estudiantes iranís que, como yo, también estaban de visita. 

Aquella misma tarde, en medio de aquel entramado con callejones estrechos, me encontré con un señor de avanzada edad. Vivía entre los viejos pasadizos. Con un gesto cordial me quiso invitar a su casa. Su esposa salió a recibirme. Se trataba de un lugar austero y oscuro, de paredes resquebrajadas, sin mobiliario ni ventanas por donde entrara la luz. No obstante, había una atmósfera de afable cercanía y aunque fue corto el encuentro, pues debía seguir mi camino, un sentimiento de empatía había surgido entre nosotros. Me era grato sentirme bien recibido sin buscarlo, y para ellos era un motivo de alegría recibir a un extraño.

Mi intención aquel día que había amanecido con buen tiempo era dirigirme a Isfahán, pero en la estación de buses todo estaba copado para ese destino. Entonces cambié mi ruta a Kashan, ciudad que escogí simplemente por azar. Mientras esperaba la llegada del bus, los trabajadores de la compañía de transporte me invitaron a desayunar en su oficina. Sentado a la mesa, me sirvieron un bocadillo junto con un refresco, después bebimos un poco de té y comimos unos pastelitos dulces. 

Al igual que me había sucedido en Yazd, las personas eran especialmente atentas. Después de recibir aquella invitación tan generosa, entré al bus y partí. En el trayecto me preguntaba si toda la gente sería tan cordial, tanta hospitalidad no la podía creer. 

Tras cinco horas de viaje, el bus se detuvo en una intersección antes de llegar a Kashan, ahí me bajé. Enseguida un coche paró a recogerme cuando me vio haciendo dedo y me llevó al centro de la ciudad sin pedirme nada a cambio. Volví a sentirme muy agradecido. Al bajarme todo estaba muy tranquilo, pues ese día las tiendas y los comercios del bazar estaban cerrados. El suelo de canto empedrado era tan ancho como vacío de vida. Aun así, seguí mi camino, mirando a los lados, viendo las persianas cerradas y sin escuchar los gritos de vendedores. Sentí como si mi alma se encogiera. 

Las calles laberínticas parecían sacadas de una escena de cine negro, parecían más largas y estrechas, y daba una cierta inquietud atravesarlas. Uno que otro perro olfateaba en la basura y me asusté al ver un gato que saltó corriendo a la vuelta de la esquina. Más adelante, calles arriba, encontré las casas tradicionales de ricos y acaudalados mercaderes: sus muros, pórticos y entradas estaban decorados con relieves y destacaban a primera vista sus jardines y fuentes. 

Después tomé un taxi con la intención de visitar Abyaneh y Natanz, dos pueblos desde donde tomaría un bus hacia Isfahán. Esa era la idea. El taxista me preguntó si podía recoger a su mujer y a su hijo, y así lo hicimos. Se dirigió a su casa, reunió a su familia y salimos todos juntos. Fue muy curioso todo, pues salieron preparados para pasar un día de picnic. 

Comenzamos un pequeño ascenso por carretera hacia Abyaneh. Al llegar, acabé como invitado, y tomamos juntos té a la sombra de un árbol. A pesar de no entender nada de farsi, la cuidadosa atención de mis anfitriones me hacía sentir bien. Entretanto observaba un oasis verde de grandes árboles frutales; las casas de adobe diseminadas por las pendientes del valle, el color rojizo de las fachadas de arcilla, sus techos, ventanas y balcones. En medio de la honda cordialidad, el té se sirvió en una tetera de metal. Y mientras lo bebí me dejé llevar por un día tranquilo.

Después de compartir, decidí dar un paseo por el pueblo. Una sucesión de estrechas calles y arcos bajo las casas se abría ante mí. Siguiendo mis pasos la mirada se detenía de nuevo en las paredes de barro donde el sol incidía con viveza bajo el intenso azul del cielo. A diferencia de los lugares que había visitado anteriormente, allí las mujeres vestían estampados de flores y faldas coloridas. Dada la poca gente, podía sentir mejor el pausado ritmo de la vida de Abyaneh. El color ocre, que se extendía a lo largo y ancho de la ladera del monte Karkas, entraba en la ciudad y hacía parte de ella. Era como si la naturaleza lo creara todo.

Había dejado el movimiento de las ciudades. Era media tarde y comenzaba mi jornada bebiendo otro azucarado té de hojas verdes. Había informado a mi familia de mi llegada a Irán y de la hospitalidad de la gente, todo lo que estaba viviendo rompía con los estereotipos sobre los musulmanes de este país en medio oriente. 

Luego volví con el taxista y su familia para continuar nuestro recorrido hasta Natanz, otro pueblo cercano, donde encontraría transporte para Isfahán. Apenas pasaron unos minutos cuando me di cuenta de que ya habíamos llegado. Me despedí de todos y esperé el autobús que me llevaría a Isfahán. No tardó mucho en pasar. El trayecto apenas duraba un par de horas. Dentro del bus miraba al horizonte pensando si la ciudad atesoraría la belleza de la que tanto hablaban.

Al día siguiente ya estaba paseando por las calles de Isfahán. Pregunté por la plaza del Imam Jomeini y un hombre me señaló la dirección y me dijo que encontraría la plaza real más bella del mundo. Así fue, de repente, se abrió ante mis ojos la belleza. 

Tenía una sutil e imponente estructura de formas y colores que me sedujo. Desde cualquier punto encantaba su atmósfera de tranquilidad y armonía. La plaza era enorme en todas sus proporciones, un rectángulo alargado y ancho que no solo estaba rodeada por una galería porticada, que es el gran bazar, sino que también la circundaban nobles mezquitas y suntuosos palacios. 

Entré en el mercado y en su interior me encontré con tiendas de todos los gustos, aromas y fragancias. La luz era tenue dentro de las bóvedas del gran bazar. Artesanos trabajaban la plata y el cobre en aquellos patios y largos pasillos; también se vendían alfombras. Cada uno ofrecía sus productos, y era embriagador sentir esa variedad de voces, movimientos e influjos. Pero entre todo lo que vi, recuerdo detalladamente a ese hombre, sentado en una vieja silla, dando forma con un soplete a sus piezas de metal. Era imposible no admirarlo y sentir placer al verlo trabajar. El maestro de orfebrería disfrutaba de su profesión como un niño. Mientras tanto el sol penetraba por las vidrieras acristaladas y hacía juegos de luces y sombras de diversos colores. 

De regreso a la plaza, me senté en el jardín junto a la gigantesca fuente que la adorna. Era al atardecer cuando llegaba más gente para tomar el fresco y hacer su merienda campestre en el césped. Desde allí disfrutaba mirando que cada mezquita era más bella que la otra: sus fachadas, pórticos y minaretes son una exposición del arte persa con sus vistosas cúpulas y mosaicos azulejadas. 

Además, todo era un lugar de encuentro para amigos y familias. Mientras comía un helado se me acercaron unos estudiantes. Hablaban en voz baja con palabras agradables y educadas. Estaban curiosos de saber qué imagen tenía un occidental de su país. 

Además de ellos, varias personas se detuvieron para charlar conmigo. Me recibían con los brazos abiertos como de costumbre. Todos los días regresaba a la plaza, juraría que era la más encantadora y elegante que había visto. Ninguna se acercaba a su majestuosidad, a la atmósfera que la rodeaba, a la arquitectura de sus palacios, minaretes y mezquitas monumentales, al arte del azulejo, sus fuentes y jardines. Sin embargo, lo que más me conmovía era la amabilidad de la gente.