La receta

El valor de un farmacéutico: T.J. Malone en ‘El reloj sin manecillas’

No es frecuente que la literatura detenga su mirada en el farmacéutico como figura moral o heroica. En las novelas, el boticario suele ocupar un lugar discreto, a veces ridículo, y casi siempre subordinado a otros protagonistas de más resonancia. Basta recordar al apático Homais de Madame Bovary, paradigma de la mediocridad burguesa, o los farmacéuticos de Chejov, verdaderos personajes anodinos, o el farmacéutico Maximiliano Rubín, de Galdós, con claras manifestaciones de locura. Sin embargo, en El reloj sin manecillas (1961), Carson McCullers ofrece una imagen distinta, luminosa en su sobriedad: T.J. Malone, un boticario del sur profundo de Estados Unidos, es capaz de enfrentarse a un dilema moral como un verdadero héroe.

Malone es un hombre común. A sus cuarenta años recibe un diagnóstico de leucemia que lo enfrenta de golpe con la finitud. La enfermedad, como un reloj detenido, le roba el sentido del tiempo y lo obliga a mirar con claridad lo que le rodea. Dueño de una farmacia en la pequeña ciudad de Milan, mantiene la costumbre de conversar con sus amigos en la rebotica, ese espacio que en la tradición farmacéutica ha sido laboratorio, refugio y tertulia. Pero lo que empieza como una charla entre vecinos degenera en una reunión del Ku Klux Klan, convocada por el juez Fox Clane, viejo político racista y nostálgico del sur confederado, que hace una propuesta asesina: poner una bomba al primer ‘negro’ que se acaba de establecer en su localidad. Malone, que hasta entonces ha vivido dentro del grupo, sin estridencias ni rebeldías, comprende de pronto que el mal puede surgir de la rutina, de la comodidad, de la complicidad callada. Se deja al azar, quien pondrá la bomba, y le toca a Malone.

La escena en que el farmacéutico presencia esa transformación del coloquio amistoso en conspiración de odio es una de las más significativas de la novela. McCullers, con su estilo contenido y lúcido, hace del protagonista un hombre decente que se atreve a no seguir el coro. Malone se enfrenta, no con violencia ni con heroísmo retórico, sino con la serena resolución de quien se niega a renunciar a su humanidad. No se alza como un mártir ni como un profeta, sino como un ciudadano que decide no participar. En ese gesto mínimo reside su grandeza.

Malone encarna una posibilidad contraria: la de conservar la medida moral incluso cuando el entorno empuja al fanatismo. En un tiempo en que el sur estadounidense se hallaba marcado por la segregación y el miedo, McCullers elige a un farmacéutico, símbolo de la razón práctica y del servicio público, para representar la cordura y la compasión. Tal vez porque el farmacéutico, entre frascos y fórmulas, entre la ciencia y el trato humano, es un mediador natural entre la vida y la muerte, entre el individuo y la comunidad.

El valor de Malone no consiste en vencer, sino en sostenerse. Al saberse enfermo, comprende que nada tiene que perder y que el único modo de morir con dignidad es no traicionarse. “Seguir siendo uno mismo cuando seguir siendo uno mismo es lo que más puede perjudicarte”, que diría Raúl Guerra Garrido. En ese sentido, su rebeldía no es política, sino moral. Frente a los que se dejan arrastrar por la corriente del odio, Malone se mantiene firme en su compasión discreta, en su oficio cotidiano, en su humanidad sin aspavientos.

El reloj sin manecillas no sólo es la historia de un hombre condenado, sino también la reivindicación de un oficio que rara vez encuentra su reflejo literario en la virtud. En Malone, McCullers concede al farmacéutico una dignidad ejemplar: la del profesional que, aun sabiendo que el tiempo se agota, elige hacer lo correcto. Y así, en la inmovilidad del reloj sin manecillas, hay una lección antigua y serena: que el valor más alto del hombre, como de su oficio, es la dignidad.