Tan buena literatura, como mala sanidad, en el siglo de oro
A lo largo del Siglo de Oro, en plena ebullición de las letras españolas, hubo una sorprendente unanimidad entre autores que en casi nada más coincidían. Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina y Vélez de Guevara, amigos y enemigos, adversarios poéticos y rivales personales, compartieron sin embargo un juicio férreo: la medicina de su tiempo era más temida que respetada, y quienes ejercían las profesiones sanitarias —médicos, boticarios, cirujanos y barberos— parecían, a sus ojos, multiplicar los males más que aliviarlos. La literatura se convirtió así en un espejo de la desconfianza popular, y sus sátiras, más que exageraciones aisladas, eran el retrato fiel de una época en la que el arte de curar avanzaba a tientas entre supersticiones, tratamientos dolorosos y unos saberes aún insuficientes para enfrentar con éxito la enfermedad.
Francisco de Quevedo (1580 – 1645) es quizá quien con mayor crudeza retrató este sentir colectivo. En Los sueños, obra central de su sátira social, desarrolla una crítica feroz a boticarios y médicos. En el Sueño del infierno, al contemplar la llegada de los boticarios, exclama: «¿Boticarios pasan?… al infierno vamos»
Y más adelante, su sentencia resulta aún más devastadora: «Estos son los boticarios que tienen el infierno lleno de bote en bote»
La ironía se mezcla con un conocimiento preciso de la farmacopea de su época, ridiculizando la multiplicación de remedios inútiles y caros, la sustitución de ingredientes y la dudosa moralidad de quienes regentaban las boticas. En el Sueño de la muerte redobla la acusación al retratar a una «gran chusma… de boticarios con espátulas desenvainadas y jeringas en ristre», convertidos casi en tropas de asalto que persiguen al enfermo hasta llevarlo al sepulcro
Góngora, (1561 -1627) con su estilo más apaciguado y menos iracundo, tampoco deja pasar ocasión para señalar la inutilidad —cuando no el peligro— de los médicos. En una conocida letrilla, se burla del exceso de recetarios y del interés económico de los facultativos, proponiendo casi un lema higiénico de sentido común: «Buena orina y buen color / y tres higas al doctor»
Detrás del humor se esconde una visión muy difundida: la naturaleza es mejor sanadora que las sangrías, purgas y ‘melecinas’ que los galenos administraban con liberalidad. Su tono recuerda, como señala el propio análisis histórico, a un eco hipocrático que recomendaba moderación, dieta y observación antes que intervenciones agresivas.
Lope de Vega, (1562-1635) más centrado en el drama que en el panfleto, deja sin embargo pinceladas igualmente elocuentes. En un poema satírico sobre un astrólogo vinculado a la medicina, escribe de quien nunca acertaba en sus predicciones y murió «de una coz y mil molestias / le mató una mula un día»
Tirso de Molina (1579 – 1648) recoge en La prudencia de la mujer una figura temida y tradicionalmente sospechosa: el médico judío, convertido aquí en instrumento de intrigas palaciegas y sobornado para envenenar al heredero. Cuando es obligado a beber su propio veneno, su confesión es inequívoca: «Aunque en ser tantas advierto / que para que no me igualen, / a media gota no salen / los infinitos que he muerto»
La frase, brutal y directa, resume el sentir común: los médicos mataban sin querer… o queriendo.
Luis Vélez de Guevara, (1579 -1644) finalmente, deja en El diablo está en Cantillana una breve escena que revela la ironía con la que el pueblo veía estas profesiones: «Porque han dado en no morirse / cuantos hay en Cantillana; / que el médico está enojado / con el cura…» y ambos, médico y boticario, juran «seis veranos sin matar / como suelen de ordinario»
El humor funciona porque el lector de entonces reconocía ese tópico desde hacía generaciones.
Esta unanimidad de voces literarias no era casual. La sátira no surgió por mala intención, sino por la realidad objetiva de una medicina que todavía carecía de fundamento científico sólido. Las enfermedades se trataban con una mezcla de tradición medieval, astrología, teorías de humores y remedios cuya eficacia era más simbólica que real. Las purgas debilitaban a los pacientes, las sangrías empeoraban el pronóstico, y la botica era un laboratorio de experimentos inciertos, donde el azar tenía más peso que la evidencia. Ante tal panorama, dar la razón a aquellos clásicos no es un gesto de simple simpatía literaria: es reconocer que, en su tiempo, la crítica era tan justa como necesaria. Los escritores del Siglo de Oro retrataron con agudeza los límites de la medicina de su época, y aunque exageraron para divertir, acertaron en lo esencial: la ciencia aún no había avanzado lo suficiente para hacer del cuidado de la salud un ejercicio seguro y eficaz.