Hacia una regulación justa del tabaco: proteger la salud sin sofocar la libertad
El tabaco ha acompañado a la sociedad española durante siglos, con una presencia tan arraigada en nuestra vida social como las tertulias en el café o las veladas en la terraza de un bar. En la transición nuestros líderes políticos fumaban como carreteros, recordemos a Adolfo Suarez o Santiago Carrillo. Sin embargo, desde que la ciencia certificó de manera inequívoca los efectos devastadores del humo sobre la salud, la legislación se ha ido endureciendo. La Ley de 2005 y su reforma en 2010 marcaron un antes y un después: la hostelería, los centros de trabajo y los espacios públicos cerrados quedaron libres de humo, y España pasó a ser un referente en Europa.
Hoy, casi veinte años después, el Gobierno propone una nueva modificación de la Ley del Tabaco. Y lo hace porque el enemigo ha cambiado. Los datos son elocuentes: aunque el consumo diario de cigarrillos ha descendido hasta un 25,8% en adultos, el uso de cigarrillos electrónicos se ha disparado entre adolescentes, superando ya el 26% en la franja de 14 a 18 años. El vapeo y los dispositivos de tabaco calentado, vendidos como alternativas inocuas, se han revelado igualmente dañinos para la salud. No regularlos sería dar la espalda a una nueva epidemia.
La propuesta de ley acierta en varios aspectos clave. Primero, en la equiparación normativa de todos los productos relacionados con la nicotina: vapeadores, bolsitas, shishas o tabaco calentado deben regirse por las mismas limitaciones que el tabaco tradicional. La salud no entiende de formatos. Además, se prohíbe la venta de cigarrillos electrónicos desechables, un producto especialmente atractivo para jóvenes por su bajo precio y saborizantes, y que además constituye un residuo contaminante difícil de reciclar.
En segundo lugar, la ley protege a quienes más lo necesitan: los menores de edad. Por primera vez se prohíbe de forma explícita que fumen o consuman productos relacionados. Se limita su exposición a la publicidad encubierta en redes sociales y medios digitales, donde influencers y campañas disfrazadas de estilo de vida han normalizado el vapeo entre adolescentes.
Hasta aquí, el consenso es amplio. Nadie discute la necesidad de cerrar la puerta a los nuevos nichos de adicción. Pero el proyecto va más allá, y aquí conviene matizar. Se plantea una ampliación drástica de los espacios sin humo: terrazas de bares y restaurantes, conciertos al aire libre, exteriores de instalaciones deportivas, estaciones, e incluso un perímetro de quince metros en torno a colegios, hospitales o museos. Menos mal que no dice nada de las plazas de toros, en las que es consustancial para muchos un buen habano.
¿Es necesario impedir que un fumador se encienda un cigarrillo en la terraza de un bar, a cielo abierto? ¿O en un festival de verano, donde el aire libre diluye de inmediato el humo? España no es solo un país de fumadores: es un país de plazas, terrazas y turismo. Convertir todo espacio exterior en zona prohibida no solo genera rechazo entre los ocho millones de fumadores, -que, ojo, además de fumar votan- sino que golpea de lleno a la hostelería, uno de los motores de nuestra economía. La regulación debe proteger la salud, pero también respetar la forma de vida y la libertad responsable.
No se trata de volver atrás ni de minimizar los riesgos del tabaco. Se trata de distinguir entre la legítima protección del no fumador —que nadie discute— y la tentación de imponer un ideal de país sin humo a cualquier precio. Un país sin fumadores podría parecer más sano, pero también puede derivar en otras dependencias: alcohol, psicofármacos, drogas ilegales o ludopatía. El reto está en educar, prevenir y ayudar a dejar el tabaco, incluso premiar económicamente su abandono, no en estigmatizar al fumador.
La conclusión es clara: España necesita una regulación estricta de las nuevas formas de tabaquismo, coherente con hechos avalados científicamente y centrada en proteger a los menores. Pero esa regulación no debería asfixiar a quienes fuman de forma consciente y respetuosa en espacios abiertos, o en su casa, donde no dañan a nadie más que a sí mismos. La libertad individual y la convivencia social también forman parte de la salud de un país.
En definitiva, defender la salud pública no debe estar reñido con defender nuestra forma de vida. Regular sí, prohibir sin matices no.