La Receta

Santiago Ramón y Cajal: la inteligencia que supo escribir

Hay figuras cuya grandeza parece agotarse en el título que la posteridad les concede. Santiago Ramón y Cajal es, para la mayoría, el gran neurohistólogo español, el padre de la doctrina neuronal, el primer Nobel científico de nuestro país. Y, sin embargo, reducirlo a ese logro —por extraordinario que sea— empobrece la comprensión de su verdadera estatura intelectual. Porque Cajal no fue solo un descubridor de estructuras invisibles: fue también un escritor consciente, un ensayista riguroso y un moralista civil que entendió la palabra como prolongación natural del pensamiento.

En una época en la que la ciencia comenzaba a especializarse hasta el aislamiento, Cajal conservó una idea clásica del saber: la de un conocimiento que no se limita a acumular hechos, sino que aspira a comprender, ordenar y transmitir. De ahí que su prosa —incluso en los textos más técnicos— esté guiada por la claridad, la precisión y un cierto sentido del equilibrio que recuerda a los prosistas del Siglo de Oro. No hay en él voluntad de estilo en el sentido moderno, pero sí respeto por el lector y por la lengua.

Sus libros de ensayo, en particular Reglas y consejos sobre investigación científica y Charlas de café, no son simples obras circunstanciales ni manuales para especialistas. Constituyen, más bien, una reflexión moral sobre el trabajo intelectual, el carácter, la voluntad y la responsabilidad del sabio en una nación atrasada. Cajal escribe desde la experiencia, no desde la teoría, y por eso sus afirmaciones conservan una autoridad que el tiempo no ha erosionado. Cuando habla del esfuerzo, de la perseverancia o del amor al trabajo bien hecho, no predica virtudes abstractas: describe una forma de vida.

Especial mención merece su autobiografía, Recuerdos de mi vida, una de las obras más singulares de la prosa española de comienzos del siglo XX. En ella, Cajal narra su infancia y juventud sin complacencia ni victimismo, con una franqueza que hoy resulta rara. El niño rebelde, el adolescente inclinado al dibujo y a la fantasía, el joven médico desengañado en Cuba y el investigador solitario aparecen descritos con una mezcla de introspección y distancia que recuerda a los memorialistas clásicos. No hay sentimentalismo, pero sí una emoción contenida que nace de la fidelidad al recuerdo.

Incluso en sus relatos breves y textos de apariencia menor —los Cuentos de vacaciones, por ejemplo— se percibe la tensión constante entre imaginación y disciplina, entre curiosidad y sentido crítico. Cajal nunca se abandona del todo a la fantasía: la vigila, la corrige, la somete a un orden racional. Esa lucha interior entre el artista frustrado y el científico metódico es, quizá, una de las claves de su originalidad literaria.

Leer hoy a Ramón y Cajal es un ejercicio saludable. No solo por lo que enseña sobre ciencia o sobre historia intelectual, sino porque encarna una actitud ante el conocimiento que parece olvidada: la del hombre que aspira a comprender el mundo sin perder el sentido moral, que trabaja sin ruido, que escribe para aclarar y no para deslumbrar. En tiempos de especialización extrema y prosa apresurada, su obra literaria sigue siendo un ejemplo de sobriedad, rigor y dignidad intelectual.

Cajal pertenece a una tradición en la que ciencia y literatura no se excluyen, sino que se refuerzan mutuamente. Por eso, más allá del Nobel y de los manuales, merece ser leído como lo que también fue: un escritor serio, un pensador civil y un español que creyó, con obstinación casi antigua, en la fuerza formativa del trabajo, de la palabra y del ejemplo.