Los colores del prisma

Petro 2025 en Colombia: quiso y no pudo

El año que termina fue para Gustavo Petro en Colombia, algo más que un año de desgobierno. El país entero asistió durante doce meses a una escena política donde no siempre estuvo claro si hablaba el jefe de Estado para impulsar reformas o el show-man mesiánico que lanzaba globos dialécticos a ver cuál explotaba en la plaza pública. A veces ideas; otras veces distracciones. A veces política; otras, puro ruido.

Hubo, sin duda, un Petro de iniciativas en 2025. El que insistió en reformas estructurales largamente aplazadas, el que puso sobre la mesa debates incómodos —salud, pensiones, trabajo, transición energética— y el que obligó a una clase política acostumbrada a la inercia a pronunciarse. Ese Petro tuvo intuiciones válidas. El problema es que convivió con otro Petro: el del micrófono encendido sin filtro, el de la frase innecesaria, el de la pelea elegida a deshora, el del líder que no une y, sobre todo, el incapaz de cerrarle el paso a la corrupción que aflora y huele por todo lado.

El archivo del 2025 es generoso en metidas de pata presidenciales. Declaraciones que obligaron a aclaraciones posteriores; trinos que parecían pensados más para la ovación del coro sumiso que para la serenidad institucional; choques con empresarios, congresistas, periodistas y hasta aliados. Cada semana traía su propio episodio, su propia tormenta, su propio “no era eso lo que quiso decir”. Gobernar se volvió, por momentos, un ejercicio secundario frente a la urgencia de explicar lo dicho el día anterior.

En ese escenario, Petro desempolvó y reforzó una tesis que lo ha acompañado desde siempre: la del golpe blando. Según esa narrativa, no se trataba solo de desacuerdos políticos o controles institucionales, sino de una operación más sutil y persistente para sacarlo del poder o, al menos, vaciarlo de capacidad real para gobernar. Congreso adverso, medios hostiles, élites económicas, justicia politizada. Todo encajaba.

El sistema terminó convertido en antagonista perfecto. Un Congreso descrito —no sin razones— como timorato, defensivo, desconectado de las necesidades de la nación. Pero también funcional al relato presidencial: el muro contra las reformas inconclusas y, al mismo tiempo, la prueba viva de que “no lo dejaron avanzar”. Petro pareció encontrar comodidad en ese papel del reformista bloqueado, del presidente que empuja mientras otros frenan.

La pregunta que deja el 2025 no es si hubo bloqueo —lo hubo—, sino cuánto del tiempo político se fue en narrar esa dificultad en lugar de construir salidas. Gobernar, al final, no es solo señalar obstáculos, sino administrar límites. Y ahí el presidente prefirió muchas veces la épica del asedio a la prosa del acuerdo, menos heroica pero más eficaz.

Esa narrativa del cerco no se quedó en casa. En la recta final del año, Petro la proyectó hacia afuera y la convirtió en política exterior. El episodio con Donald Trump fue clave. El expresidente estadounidense lo “descertificó” en términos más simbólicos que efectivos, arrastrando incluso a Verónica Alcocer. Pero el efecto interno fue otro: Trump, sin querer, le allanó el camino al relato petrista.

De pronto, una parte del país empezó a convencerse de que la tesis del presidente no era paranoia sino realidad: que habían ido a pedir su cabeza al mayor aliado comercial y político de Colombia. Que el incendio interno se intentaba apagar con gasolina extranjera. Que el golpe blando ya no era solo una sospecha, sino una conversación internacional. La confrontación, más que debilitarlo, terminó reforzando su narrativa.

Sin embargo, el desenlace fue revelador. Tras la “descertificación”, Petro mostró un “aconductamiento” que contrastó con la bravura discursiva previa. Como niño regañado. Como perrito batiendo la cola. Un mensaje rápido y casi suplicante al coloso del norte para aclarar que ahora sí, que esta vez, Colombia no reconocía a Maduro. Todo ello en un momento particularmente enredado de la política estadounidense frente a Venezuela, llena de ambigüedades y zigzags.

La escena fue incómoda. El presidente que se presentaba como víctima de una conspiración internacional terminaba ajustando el discurso para no incomodar demasiado al mismo poder que, horas antes, servía de prueba a su teoría del asedio. La política exterior quedó así atrapada entre el gesto altivo y la corrección apurada, entre la denuncia y el acomodo.

Nada de esto fue improvisado. El 2025 muestra a un Petro consciente de que su legado no estaría en reformas culminadas, sino en debates abiertos. En proyectos incompletos, en conflictos expuestos, un país en borrador. El presidente parece querer pasar a la historia no como el que fracasó, sino como el que quiso y no lo dejaron. Y, sobre todo, como el que dejó el terreno listo para que otro —el suyo, el que sea— arranque con ventaja.

Ahí está la clave política del año. Petro no gobernó; preparó la herencia. Reformas en lista, enemigos identificados, causas instaladas, un relato armado. El mensaje es claro: “Yo no pude, pero el que venga no empieza de cero”. Colombia entra ahora en la recta final del ciclo. Siete meses largos, tensos, interminables. Algo más de 200 días en los que todos esperan cuándo empiezan a salir los toreros —los candidatos— a la arena. Unos heredarán el libreto petrista; otros lo usarán como espantapájaros. Habrá coros que vitoreen y coros que rechiflen, casi siempre sin escucharse.

El 2025 deja más preguntas que respuestas. ¿Fue Petro un presidente adelantado a su tiempo o un gobernante atrapado en su propio espectáculo? ¿Un reformista bloqueado o un narrador víctima de sus obstáculos? ¿Un líder que habló demasiado cuando el país necesitaba acuerdos sin el mote de izquierda? Son siete meses que dejarán respuestas a su tiempo. Mientras tanto, el espectáculo continúa. Hasta una Constituyente está en el menú. Pero el reloj corre. Y la historia no se escribe con intenciones, sino con resultados… para derrotar la mediocridad. Comentarios al correo jorsanvar@yahoo.com