Médicos y boticarios en El coloquio de los perros
Entre las obras más singulares de Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros ocupa un lugar aparte. Es un relato que forma parte de las Novelas ejemplares (1613), y que, bajo la apariencia fantástica de una conversación entre dos perros, Cipión y Berganza, encierra una de las observaciones más agudas sobre la condición humana del Siglo de Oro. Cervantes convierte la voz de estos animales en espejo moral de la sociedad, y a través de ellos repasa oficios, costumbres y vicios con una ironía que oscila entre la risa y la amargura. En ese panorama, el mundo de la medicina —médicos, cirujanos y boticarios— ocupa un lugar especialmente sabroso, porque representa, más que un oficio, una forma de credulidad y de engaño mutuo entre los hombres.
El relato de Berganza, que narra sus experiencias al servicio de diferentes amos, nos lleva a hospitales, conventos y casas donde la enfermedad y la cura son materia cotidiana. Allí aparece la primera crítica: los médicos, dice, matan por exceso o por defecto de confianza. “Vi morir muchos por no dar crédito a los médicos, y vi morir más por darlo.” En esa frase, que parece lanzada al aire con ligereza, se concentra una desconfianza ancestral: la de un pueblo que ve en el arte de curar tanto misterio que no sabe si venerarlo o temerlo. Cervantes, que conoció de cerca los males del cuerpo y la precariedad de la asistencia sanitaria de su tiempo, parece reírse de ambos extremos: de la ignorancia del enfermo y del orgullo del galeno.
En los hospitales que describe el perro narrador, el médico aparece más atento a su fama que a sus pacientes. La ciencia se convierte en retórica, y la curación, en azar. Las sangrías, los jarabes, los polvos milagrosos y las purgas son tan abundantes como las muertes. En ese desfile de oficios, los boticarios no salen mejor parados. Berganza, observador irónico, señala que muchos eran “verdugos de los enfermos”, pues vendían los venenos que otros recetaban. No hay aquí odio hacia el oficio, sino sátira contra la rutina, la ignorancia y el interés económico que sustituye a la vocación. El boticario aparece como un comerciante que prepara remedios más por costumbre que por ciencia, mezclando ingredientes con la misma seguridad con que el enfermo los ingiere.
En el fondo, Cervantes describe un mundo en que la medicina se mueve entre el arte, la improvisación y la superstición. El pueblo, necesitado de esperanza, aceptaba el conjuro junto al ungüento. Esa frontera difusa entre la fe y la ciencia es, quizá, lo que hace tan vivos esos pasajes: el lector moderno reconoce en ellos algo más que una crítica histórica; ve el retrato eterno de una confianza frágil entre el que sufre y el que promete alivio.
Cervantes no ofrece soluciones ni sermones. Su mirada es la del que observa y sonríe ante la comedia humana, consciente de que todos participamos en ella. Médicos y boticarios, en su pluma, no son personajes aislados, sino parte de un sistema donde la apariencia y el lucro mandan tanto como la sabiduría. Si algo salva a sus retratos es la humanidad que se cuela entre las burlas: el reconocimiento de que, aun con sus errores, estos hombres representan el intento —a veces torpe, a veces heroico— de luchar contra la enfermedad y la muerte.
Y uno no puede evitar preguntarse, al cerrar las páginas del Coloquio, cuánto ha cambiado realmente el escenario. Hoy los hospitales resplandecen de técnica y de conocimiento; las farmacias son templos de orden y eficacia. Pero la misma tensión entre la confianza y la duda, entre la promesa de curar y el temor al error, sigue viva. Quizá Cervantes, si levantara la cabeza, sonreiría al ver que sus perros aún tendrían mucho de qué hablar.