El ejercicio de la medicina en tiempos de Felipe III, bajo la mirada de Cervantes
A comienzos del siglo XVII, cuando Felipe III ascendía al trono y la corte oscilaba entre Valladolid y Madrid, en una de las operaciones más sucias de especulación, la medicina española vivía en un peculiar cruce de caminos. Por un lado, persistía la herencia galénica medieval y la práctica de oficios sanitarios muy heterogéneos; por otro, se asomaban tímidamente los aires de renovación que más tarde cristalizarían en la ciencia ilustrada. Ese mundo híbrido, donde convivían médicos universitarios, cirujanos-barberos, algebristas y boticarios, aparece retratado con finura en la literatura del Siglo de Oro, especialmente en Cervantes, cuya sensibilidad hacia el arte de curar tenía raíces familiares, ya que su padre era médico-cirujano.
España atravesaba entonces un tiempo de dificultades crecientes. La expulsión de los moriscos, el declive agrícola y la crisis industrial creaban un ambiente de incertidumbre que se filtraba en todas las profesiones. Las epidemias, como la que empujó a Cervantes a abandonar Andalucía alrededor de 1600, sembraban el miedo y recordaban la fragilidad de la vida cotidiana
La medicina, todavía dependiente de remedios tradicionales y de una teoría humoral que explicaba enfermedades y temperamentos, no siempre conseguía aliviar los males que prometía tratar. Esta tensión entre necesidad y desconfianza marcó la relación del pueblo con los sanadores.
En Don Quijote, Cervantes muestra una visión matizada de los médicos, distinta de la burla cruel predominante entre muchos autores de su tiempo. Si bien presenta al caricaturesco doctor Pedro Recio de Tirteafuera —el dietista implacable que priva a Sancho de plato tras plato—, deja también claro que distingue entre los ignorantes y los verdaderamente prudentes y discretos, a quienes Sancho afirma que pondría “sobre su cabeza.” En un momento histórico en que la figura del médico era objeto de sospecha, esta diferenciación implica un reconocimiento del valor genuino de la práctica bien ejercida.
La sociedad de Felipe III estaba llena de sanadores de muy distinta procedencia. Los médicos formados en universidades como Alcalá o Salamanca constituían la élite del saber, pero su número era reducido y su presencia irregular, especialmente en áreas rurales. Más comunes eran los cirujanos de segunda clase y los algebristas, prácticos especializados en reducir luxaciones y fracturas. Cervantes menciona a uno de estos últimos cuando Sansón Carrasco, derrotado en su primera aventura caballeresca, busca que un “práctico en colocar los huesos rotos” recomponga su maltrecha anatomía
Eran hombres sin estudios formales, pero su habilidad manual, supervisada por el Tribunal del Protomedicato, resultaba indispensable para la vida cotidiana. También gozaban de importancia los boticarios, encargados de preparar medicinas cuyo coste era asumido por el enfermo, mientras el médico cobraba por recetar. En un célebre pasaje, Sancho se queja de que los físicos se limitan a firmar cédulas mientras otros hacen el trabajo real: una crítica ligera, de tono humorístico, pero que refleja un sentir popular extendido
En aquellos años, la relación entre paciente y médico estaba llena de tensiones derivadas de expectativas inciertas y de una práctica donde el error era frecuente.
Los medicamentos citados en la época, como recuerda el propio Cervantes al evocar el bálsamo de Fierabrás, se apoyaban en tradiciones que retrocedían hasta la Antigüedad, y su eficacia se mezclaba con un claro componente simbólico. La confianza, más que la evidencia, era el motor de la terapéutica.
Así, el ejercicio de la medicina en tiempos de Felipe III oscilaba entre el arte y la conjetura, entre la ciencia naciente y la costumbre arraigada. Cervantes, con su mirada humanísima, supo captar el esfuerzo sincero y a la vez los límites de aquellos hombres encargados de preservar la salud en una España fatigada. Y, como ocurre en toda su obra, lo que pudo ser sátira se convierte en un retrato comprensivo de un oficio tan antiguo como la propia necesidad de curar.