Medicamentos en busca de enfermedad
“Seis personajes en busca de autor”, la célebre obra de Luigi Pirandello, mostraba a unos seres incompletos, errantes, que buscaban su lugar en la trama de un relato. Salvando las distancias, podríamos decir que hoy asistimos, en ocasiones, al fenómeno de “medicamentos en busca de enfermedad”, es decir, fármacos ya desarrollados que parecen vagar a la espera de hallar una indicación médica que justifique su uso, y aumente sus posibilidades de mercado. La idea no es mía, ni nueva. Ya el farmacólogo británico David Healy o el español Joan-Ramon Laporte han escrito extensamente sobre esta cuestión, señalando que la medicina moderna, con todos sus indiscutibles avances, vive también el riesgo de medicalizar excesivamente la vida cotidiana.
No se trata de demonizar a la industria farmacéutica. Sería injusto olvidar que ha proporcionado remedios formidables frente a infecciones, enfermedades cardiovasculares, cánceres o patologías raras que antes llevaban inexorablemente a la muerte o a la invalidez. Aunque existe una tendencia creciente a “expandir” diagnósticos: condiciones leves o incluso variantes de la normalidad se redefinen como enfermedades tratables. Así, la tristeza se transforma en depresión clínica, la hipertensión leve en riesgo inminente de ictus, y la inquietud infantil en trastorno por déficit de atención, a menudo con tratamientos de por vida, y también con efectos adversos, que podrán requerir nuevos tratamientos.
En el universo de los medicamentos para las enfermedades mentales ciertas enfermedades inventadas han llegado a clasificarse como tales y una de ellas sería la SAC (Síndrome de acumulación compulsiva, que impide tirar objetos de valor), para la que habrá siempre un medicamento dispuesto a expandir su mercado. Por suerte esta enfermedad no se ha incluido en clasificaciones serias de enfermedades mentales, pero es una buena muestra de la imaginación de quienes solo buscan aumentar el negocio. O el caso de algunos medicamentos hipolipemiantes, sobre los que se ha discutido mucho su uso preventivo en personas con riesgo cardiovascular muy bajo. No es que estos fármacos carezcan de utilidad, sino que el número de pacientes candidatos a recibirlos crece, en parte, por la redefinición de los umbrales de riesgo, pero, sobre todo, por la búsqueda de ampliar las oportunidades de negocio.
Aunque, también esta búsqueda ha producido éxitos inesperados. Un ejemplo clásico fue la introducción de los inhibidores de la fosfodiesterasa-5, inicialmente estudiados para la angina de pecho, pero que encontraron su verdadero filón en la disfunción eréctil
Los trabajos de Peter Gøtzsche, cofundador de la ‘Cochrane Collaboration’, también han alertado sobre cómo estudios clínicos pueden diseñarse para mostrar beneficios en parámetros intermedios (biomarcadores, escalas subjetivas) sin que ello se traduzca necesariamente en una mejoría real de la salud o la supervivencia. Es lo que Laporte llama “enfermedades de laboratorio”, creadas alrededor de cifras o test, más que de síntomas que afecten la vida de las personas.
La medicina moderna, como disciplina rigurosa, debería mantener siempre su compromiso con el principio hipocrático: ‘primum non nocere’. No se trata de rechazar nuevos fármacos, sino de evitar que la salud se convierta en un continuo de riesgos que requieran intervención permanente. Porque si toda la humanidad se ve definida como potencialmente enferma, no habrá suficiente medicina ni economía capaz de sostener semejante empresa.
Pirandello diría que quizá estos medicamentos sin enfermedad definida son, en realidad, personajes a medio escribir, esperando aún que la ciencia, la ética y la prudencia les otorguen un papel verdaderamente necesario en el drama de la vida.