Crónicas de nuestro tiempo

La tormenta

Ni que decir tiene -porque ya ni siquiera se oculta- que Ábalos, Koldo, Cerdán, Leire Díez y cualquier otro nombre que aflore cuando el barro decida burbujear, serán premiados con un indulto quirúrgico. No por justicia, sino en pago del silencio. El indulto no como excepción humanitaria, sino como moneda de cambio política. La clemencia convertida en tarifa.

Tampoco ofrece ya duda razonable que Begoña Gómez, David Sánchez y García Ortiz acabarán transitando por la alfombra blanda de la exoneración: indefensión, falta de pruebas, defectos de forma, nulidades técnicas o cualquier filigrana jurídica que permita evitar el núcleo del asunto y trasladar el proceso al terreno del escarnio institucional. No se trata de absolver por inocencia, sino de ahogar la causa por asfixia procesal.

Maletas, mascarillas, préstamos cruzados, concesiones administrativas, dádivas, cargos a dedo, usurpaciones, condonaciones selectivas, abusos de poder, espionaje interno, falsedades documentales, imposiciones encubiertas… el inventario es tan amplio que no se compra el silencio: se cotiza. Cada causa es un pagaré. Cada imputado, una bomba latente que solo se desactiva con protección política.

Cualquier corrupto acorralado, en un sistema mínimamente funcional, habría cantado. Habría entregado información suficiente para procesar a un presidente sostenido por una mayoría parlamentaria comprada a base de prebendas, cesiones y miedo al derrumbe. Pero aquí no se colabora con la justicia: se colabora con el poder. Se silencia, se desvía, se blanquea. El pacto no es con la ley, sino con quien la administra.

Pedro Sánchez lo sabe. Sabe que más tarde o más temprano -y todo apunta a finales como mucho del 2026- llegará el indulto mesiánico, presentado como acto de reconciliación democrática, cuando en realidad será la indemnización definitiva al mutismo de quienes cayeron en su propia trampa o ayudaron a levantarla. El indulto como cierre contable del régimen.

Pero para que eso ocurra, hay que ganar tiempo. Y el tiempo se gana alterando el censo moral y electoral del país. La estrategia es simple y brutal: alcanzar un volumen masivo de inmigración que permita, vía nacionalización acelerada, fabricar un nuevo electorado agradecido y dependiente. Sumado a la radicalidad disciplinada de la izquierda, bastará para superar el umbral de la neutralidad social y perpetuar el bloque.

Las cartas están sobre la mesa, y aún quedan comodines. Cuando la duda empiece a resquebrajar la certeza, siempre quedará la jugada de alto riesgo: un acuerdo tácito con Marruecos para una presión “pacífica” sobre Ceuta y Melilla. Crisis controlada, tensión nacional, estado de excepción emocional. Y quizá -solo quizá- sincronizarlo con una consulta ilegal de independencia en Cataluña y el País Vasco. El caos no como error, sino como herramienta de reordenación.

Quien a estas alturas crea que "el sanchismo" tiene los días contados confunde deseo con análisis. Esa ingenuidad solo puede pertenecer al pepero de museo, de pedal fijo y reflejos lentos, convencido aún de que esto va de alternancia democrática y no de ocupación institucional.

La oposición, encabezada por un Alberto Núñez Feijóo desvaído, rojizo en degradé, sin pulso ni épica, y escoltada por un reyezuelo cargado de estigmas familiares y fragilidad emocional, cumple su papel a la perfección: simular resistencia mientras garantiza la continuidad del sistema.


Son los comodines ideales para la implantación, a corto plazo, de una confederación de repúblicas de facto, tutelada desde La Moncloa, y dirigida por Pedro Sánchez y su impoluto séquito de familiares, amigos y socios, todos convenientemente blindados, todos perfectamente alineados.

La tormenta no viene.
La tormenta ya está encima.