Kafka y la paradoja de curar: cuando la medicina se vuelve metáfora
En la vasta obra de Franz Kafka, atravesada por la sensación de desconcierto, impotencia y una burocracia inhumana que asfixia al individuo, sorprende descubrir que también aparece la medicina como escenario literario. No es frecuente que pensemos en Kafka como un autor de relatos médicos, pero lo cierto es que el cuerpo, la enfermedad y la figura del médico surgen como símbolos poderosos en varios de sus escritos. Quizá el ejemplo más estremecedor sea Un médico rural, un texto breve y perturbador donde se plantea, con crudeza y paradoja, el lugar del médico en una sociedad que espera de él lo imposible.
El cuento, publicado en 1920, arranca con una escena aparentemente trivial: un médico de aldea es reclamado de urgencia para atender a un enfermo que vive a diez millas de distancia. Pero el caballo que le permitiría acudir ha muerto la noche anterior. En esa situación absurda, casi ridícula, se despliega el universo kafkiano: la criada Rosa, enviada a buscar ayuda, se encuentra con un desconocido que ofrece dos caballos prodigiosos, a cambio de insinuarse con violencia hacia ella. El médico, impotente, acepta y parte hacia la casa del paciente. Desde el inicio, la medicina queda en entredicho: no se trata tanto de salvar al enfermo como de enfrentarse a un destino cargado de violencia, culpa y sacrificio.
Cuando llega, el médico se encuentra con un joven enfermo que, a primera vista, parece sano. Quizá un poco anémico, dice, pero sin fiebre ni señales claras de dolencia. El médico sospecha que todo se reduce a la debilidad del espíritu o al cuidado excesivo de la madre. Está a punto de marcharse cuando el paciente le muestra una herida espantosa en el costado, una llaga del tamaño de la palma de la mano, llena de gusanos y sangre. Una herida que no se veía y que, sin embargo, está ahí, abierta como una mina a cielo abierto. La metáfora es transparente: lo esencial permanece oculto, lo visible engaña, y la tarea del médico consiste en revelar lo insoportable.
Kafka lleva la paradoja al límite: el médico, que debía curar, se convierte en testigo impotente de una enfermedad imposible. El paciente le ruega que lo deje morir, mientras los aldeanos, reunidos en torno a la cama, entonan un coro que acusa y humilla al doctor: «Desvestidlo para que cure, y si no cura, matadlo». El médico, despojado de su autoridad, reducido a un hombre común, termina atrapado en la contradicción de su oficio: se espera de él lo milagroso, pero sólo tiene manos débiles, incapaces de transformar la realidad. Y, aun así, no puede renunciar: aunque la medicina sea inútil, el pueblo lo necesita como símbolo, como víctima expiatoria.
Es aquí donde Kafka introduce su reflexión más famosa: «Es fácil escribir recetas, lo difícil es entenderse con la gente». La frase, aparentemente sencilla, encierra una paradoja profunda. Prescribir un tratamiento puede ser mecánico, casi burocrático, pero lo verdaderamente complejo es descifrar el sufrimiento humano, penetrar en la incomunicación que separa al médico del enfermo, al individuo de la sociedad. Kafka convierte el acto médico en una metáfora universal: no se trata de sanar un cuerpo, sino de enfrentarse al misterio de la existencia, siempre herida, siempre incurable.
Lo más desconcertante es que, por una vez, Kafka parece optimista: sugiere que escribir recetas —es decir, actuar, proponer, intentar remediar— es sencillo. Pero quizás se equivoca. Porque incluso esa acción práctica se ve desbordada por lo inaccesible del dolor humano, por la herida invisible que no se cierra jamás. En Un médico rural, el diagnóstico es irrelevante, la terapia imposible y el desenlace un fracaso anunciado. El médico termina solo, despojado y humillado, convencido de que nunca volverá a casa. En esa imagen late una amarga verdad: la medicina, como la literatura, apenas puede acompañar, nunca resolver del todo.
Kafka, escritor de la incomunicación, nos deja así una enseñanza paradójica. La medicina, en su relato, no es una ciencia exacta ni un arte noble; es una condena, una carga social que expone al médico a la ingratitud, al fracaso y al desprecio. Y, sin embargo, en esa misma debilidad se reconoce la grandeza de su oficio: no en la cura, sino en la obstinación por estar presente, en la voluntad de acompañar al que sufre, aunque nada pueda hacerse por él. Tal vez ahí se encuentre la metáfora más honda: la herida del hombre es incurable, pero siempre hará falta un médico que la contemple y que, aunque no logre cerrarla, al menos dé testimonio de su existencia.
Kafka no nos ofrece un manual de terapéutica, sino un espejo sombrío de nuestra fragilidad. En tiempos en que la medicina parece prometer soluciones definitivas, Un médico rural recuerda que hay males que ningún remedio puede sanar, y que la mayor tarea del médico, y quizá también del escritor, es aprender a convivir esa paradoja.